08 septiembre 2022

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo C) (11 de septiembre de 2022)

 



Las lecturas de hoy giran todas ellas en torno a la misericordia divina, el retrato de Dios que jamás pudiéramos imaginar. En la primera, escuchamos cómo el pueblo hebreo se rebela contra Dios adorando un becerro de oro. El pecado merecía la destrucción del pueblo, pero ante la intercesión de Moisés, Dios lo perdona (v. 14) por su misericordia. En la carta primera a Timoteo, S. Pablo confiesa su historia pecadora. Pablo que había sido perseguidor violento y soberbio, se ve elegido por Dios por pura misericordia para que sea su testigo. 

Las tres parábolas del evangelio son llamadas parábolas de la misericordia. S. Lucas las sitúa en un contexto escandalosopara escribas y fariseos, contexto que no debiéramos pasar por alto. Jesús se ve rodeado de personas de mal vivir y conducta dudosa; todos se sienten acogidos y acuden a él publicanos y pecadores; además entraba en sus casas y comía con ellos. Todos se arremolinan para escucharle (v.1). Jesús con su conducta transgredía la ley judía alimentaria, la clave de la identidad religiosa judía. A cierta distancia, se sitúan los escribas y fariseos –ellos siempre justos y jueces de la conducta ajena-  le acechaban y murmuraban, porque acogía y comía con gente pecadora (v. 2). Jesús echaba por tierra la religiosidad que no sale del corazón, los guetos y la supuesta superioridad farisaica, él ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10).

Para los judíos el comportamiento de Jesús era subversivo y lógicamente tenía que suscitar conflictos. Los fariseos y los escribas, critican de una manera despectiva el comportamiento de Jesús, ese acoge a los pecadores y come con ellos (v.2). Jesús no entra en discusiones, sino que les expone las tres parábolas intentando que reflexionen, que interpreten de manera distinta el comportamiento que tanto les escandaliza. Jesús justifica su conducta reivindicando el amor de Dios Padre hacia todos los pecadores. El comportamiento de Jesús es el mismo que Dios Padre tiene con todos los hombres.

Giran las parábolas en torno a la búsqueda de lo perdido (oveja, moneda, el hijo perdido) y la alegría compartida en el momento del encuentro. Todos somos la oveja, la moneda, el hijo pródigo y el hijo mayor. La vuelta a Dios solo se puede hacer desde una reflexión seria, tratando de entrar dentro de nosotros mismos como lo hizo el Hijo pródigo. Para volver a Dios necesitamos humildad para reconocer nuestra situación. Solo entrando en nosotros mismos y con humildad podemos reconocer nuestra realidad auténtica ante Dios; en caso contrario, si no se es el Hijo pródigo que marcha de la casa paterna, sí seremos el hijo mayor que nunca ha desobedecido: tantos años como te sirvo sin desobedecer nunca una orden tuya… (v. 30), porque somos cumplidores y jueces de la religiosidad ajena, pero no amamos a Dios. Nos falta la alegría auténtica, la alegría de sentirnos amados por Dios y de amar a Dios y de amar a todas las personas como Dios. Nos falta la alegría de sentirnos acogidos por Dios y de saber que Dios siempre nos perdona compartiendo su alegría en ambiente de fiesta. Si no nos produce alegría encontrar la moneda, la oveja, el hermano, evidencia también nuestra perdición. Nos sentimos los dueños, engreídos en la casa paterna, cuando en realidad somos los niños caprichosos de la casa, incapaces de alegrarse de la vuelta del hermano y de compartir la alegría de Dios, Padre de todos. No estaría de más que meditáramos profundamente la actitud del hijo mayor en la parábola. El hijo mayor, no podía comprender la conducta del padre para con el menor, estaba más lejos de Dios que su hermano arrepentido. Él es imagen de quienes, creyéndose usufructuarios exclusivos del reino de Dios, se sienten ofendidos cuando Dios es más misericordioso que ellos. Por eso el hijo “justo”, incapaz de alegrarse por la vuelta del hermano, recibe una reconvención, mientras su hermano pecador goza de la dicha de ser acogido festivamente por su padre.


Sentirse “convertido” es el pecado que nos da “autoridad” para desautorizar al mismo Dios misericordioso; creernos los “bueno hijos” nos da la seguridad para juzgar a todo el que no piense y actúe como nosotros, incluso para manipular al Padre; es sentirse convertidos sin necesidad de conversión. No hay conversión sin humildad, sin verdad, sin discernimiento, sin amor. Todos somos hijos necesitados permanentemente del amor de Dios, de amar como Dios nos ama. No olvidemos que esta parábola fue dirigida a los fariseos (vv.1-3). Valdría la pena leer con interés todo el capítulo 15 de S. Lucas y de entrar en lo más profundo de nuestro ser y en las entrañas misericordiosas de Dios Padre.

Decía hace unos días en L’Aquila el Papa:la misericordia es la experiencia de sentirse acogido, restaurado, fortalecido, curado, animado. Ser perdonado es experimentar aquí y ahora lo más parecido a la resurrección. El perdón es pasar de la muerte a la vida, de la experiencia de la angustia y la culpa a la de la libertad y la alegría.

¿Nos sentimos perdonados por Dios realmente? Solamente si nos sentimos perdonados, seremos capaces de perdonar. La parábola del Padre lleno de amor es la historia de cada persona. Pidamos con el salmista que el Señor cree en nosotros un corazón puro, un corazón nuevo.

Vicente Martín, OSA

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