“Los hombres se salvaron por la sabiduría” (Sab 9,18)
La primera lectura presenta catorce términos que tienen que ver con el conocimiento: conocer (2 veces), imaginar, pensamientos, razonamientos, mente pensativa, vislumbrar, descubrir, rastrear, sabiduría (2 veces), santo espíritu, enderezar, aprender. El texto comienza con una pregunta: ¿Qué hombre conocerá el designio de Dios? La lectura concluye con la afirmación categórica: Los hombres… se salvaron por la sabiduría.
El texto de la primera lectura es la conclusión de una oración alabando la sabiduría de Dios e impetrándola para el conocimiento humano. Es una buena pista para que recorramos el camino de nuestra vida según la sabiduría de Dios, destinada a ser guía segura de vida y de salvación.
Ahora bien, tal sabiduría no se refiere al conocimiento de verdades abstractas sino que se concretiza en la persona de Jesucristo, de quien afirma san Pablo que Cristo es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,24).
“Me harás este favor, no a la fuerza, sino con toda libertad” (Fm 14)
La segunda lectura hemos de considerarla desde la “sabiduría cristiana”, por más que trate un tema muy humano, el de la esclavitud. San Pablo se dirige a su amigo Filemón a propósito de su esclavo Onésimo, huido de la casa de su dueño y que se ha encontrado con Pablo, que le ha convertido a la fe cristiana. Pablo escribe a su amigo intercediendo por el huido, que ahora es cristiano. Con delicadeza y finura humana y cristiana Pablo pide a su amigo Filemón que acoja a Onésimo (cuyo nombre significa “útil”), no solo como persona sino como “hermano”.
Entendemos que la categoría “cristiano” establece una nueva relación entre los seres humanos, sin quitar nada a la humanidad que compartimos los hijos de Dios. Entiendo que bien merece la pena notar esta realidad. Somos seres humanos, lo que nos “hermana” con nuestros semejantes. Quienes hemos sido bautizados en Cristo contamos con otro lazo de unión con las personas cristianas y hemos de ser bien conscientes de lo que el Señor pedía en su oración al Padre: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21).
Tengamos en cuenta la nueva relación que se establece entre los seres humanos por razón del bautismo cristiano. Esto está en línea con la razón última de Pablo a Filemón a propósito de Onésimo, entendida como la definitiva: Si me tienes por amigo, recíbelo como si fuera yo mismo (Fm 17). Esta sí que es sabiduría cristiana.
En un mundo donde la esclavitud era la norma, san Pablo, siguiendo a Jesucristo, ha dejado bien claro cuál es el camino cristiano, el camino de la fraternidad.
De sabiduría nos habla el Salmo (Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato) y el versículo del Aleluya (Enséñame tus decretos).
“Calcular y deliberar” (Lc 14,28.31)
Ahora bien, ¿quién mejor que el mismo Jesucristo para enseñarnos la verdadera sabiduría? En la página del Evangelio el Señor se refiere a “calcular”, a “deliberar”, para lo que se necesita verdadera sabiduría. Es cierto que el ejemplo que propone el Señor a la muchedumbre que lo escuchaba es un sencillo ejemplo de sentido común para considerar los pros y los contras ante un determinado proyecto: construir una torre o entrar en batalla de quien le ataca con un mayor número de soldados.
Estos dos ejemplos están encuadrados por lo que el Señor dice al comienzo de su discurso y que repite en la conclusión del mismo. Concretamente: acercarse al Señor, ser discípulo suyo, implica posponer todo lo que uno tiene (padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas, bienes materiales y, sobre todo, el propio “yo”).
El evangelista Lucas ya había escrito precedentemente algo parecido, citando las palabras que Jesucristo dirigía no solo a los discípulos sino “a todos”: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23).
Esta es la “sabiduría” que nos ofrece Jesucristo y de la que espera hagamos buen uso, porque solamente así podremos decirnos con verdad que somos “cristianos”, es decir, seguidores, discípulos de Jesucristo.
¿Qué clase de discípulos seríamos si no hemos aprendido lo que el Maestro nos ha enseñado? Y todavía más: ¿qué clase de discípulos seríamos si no practicamos lo que hemos aprendido? Podríamos preguntar mucho más, pero lo que nos dice Jesucristo es de tal claridad que hace inútiles tantas preguntas, que no buscan otra cosas que la propia justificación para simplemente vivir sin tomar en serio lo que el Señor decía “a todos”: “Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío” (v. 27). La misma afirmación, con otra formulación, concluye la página del Evangelio: “Todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío” (v. 33).
Se espera que nosotros seamos sensatos para tomar en consideración lo que el Señor nos dice y repite, ofreciéndonos adentrarnos en la verdadera sabiduría, la que nos conduce a la salvación.
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