(Solemnidad de San Agustín)
Eclo 3, 17-20. 28-29: Humíllate, y así alcanzarás el favor del Señor. Sal 67: Tu bondad, oh, Dios, preparó una casa para los pobres. Heb 12, 18-19.22-24a: Vosotros os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo. Lc 14, 1.7-14. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
El tema central de la Palabra de este domingo es la humildad. Así lo destacan la primera y tercera lecturas. Los consejos del Eclesiástico invitan a presentarse con humildad ante los demás, a evitar la jactancia o dárselas de lo que uno no es. La humildad sincera (algunos se las dan de humildes por apariencia) da varios frutos. En primer lugar, la aceptación por parte de los semejantes (“y te querrán más que al hombre generoso”); la soberbia genera rechazo, la humildad acogida. En segundo lugar, atrae el favor del Señor, a quien agrada la humildad de sus fieles (“así alcanzarás el favor del Señor”) y por ella es glorificado (“es glorificado por los humildes”). Finalmente, la humildad es fuente de revelación del Señor (“él revela sus secretos a los mansos”); mejor dicho, Dios se revela a todos, pero la soberbia retrae la aceptación del mensaje de Dios mientras que el humilde está en condiciones de captar su mensaje. En síntesis, la humildad es la actitud más sensata desde el punto de vista humano y, al mismo tiempo, agrada y glorifica a Dios. El Eclesiástico lleva a decir que cuanto más importante, más humilde se ha de ser. Ante Dios no cabe sino la humildad. Si la humildad fructifica, la soberbia produce los efectos contrarios.
En esta disparidad entre lo pretendido y lo alcanzado, propia del soberbio, se basa el ejemplo propuesto por Jesucristo en el evangelio de hoy, concluyendo que “el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14, 11). Es decir, la pretensión de aparentar ser más, ubicarse uno mismo en el lugar más alto o aparentar ante los demás puede resultar contraproducente. En cambio, una actitud humilde que sinceramente considera a los demás por encima de uno mismo trae cuenta. Nos lo recuerda san Pablo: “No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros” (Flp 2, 3). ¡Qué buen consejo!
Jesucristo aparece en una comida – banquete ofrecida un sábado por un fariseo. En la comida, cura a un enfermo en sábado (pasaje omitido en el evangelio de hoy) y a continuación da una serie de consejos sobre protocolo en la mesa, donde desgrana el mensaje sobre la humildad que hemos comentado anteriormente. Insta a los oyentes a que uno se coloque en un lugar discreto, el dueño de la casa colocará a cada comensal en su sitio. Lucas (como otros libros bíblicos) compara el Reino con un gran banquete; nos dice que Dios pondrá a cada uno en su sitio, donde le corresponde. Quien frente a Dios prentenda situarse por encima de lo que le corresponde será rebajado por el infundio de su pretensión. Ante Dios de nada podemos gloriarnos (Gal 6, 14). El hecho de que el que se humilla será enaltecido y el que se enaltece será humillado es una constante del mensaje bíblico, a veces con palabras explícitas: derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, rezamos en el Magnificat. En este caso, Jesús mismo no lo recuerda.
Los últimos versículos del evangelio de hoy, en cambio, tratan de un asunto distinto pero también reiterado en Lucas. A quien le invitó, Jesús le dice que cuando dé un banquete no invite a los de su familia y clase social, o sea, ricos; sino “a pobres, lisiados, cojos y ciegos… porque no pueden pagarte”. ¡Qué cosas nos dice! Nos advierte que debemos hacer el bien sin esperar nada a cambio, no hacerlo por cálculos interesados, consciente o inconscientemente. Muchas veces hacemos el bien a alguien, cercano o no; procedemos generosamente. Pero, llegado el momento, le recordamos a esa persona que ya en su día le hicimos tal o cual favor. O sea, estamos esperando algo a cambio. Muchas veces escondida en nuestros actos de generosidad anida una esperanza o cálculo de recompensa, arruinando la bondad de nuestras acciones. Lo mismo ocurre, a veces, en nuestros actos de humildad, que en ocasiones se revisten de tal cuando en realidad nos sentimos bien por ser humildes, nos regodeamos por nuestra sencillez y mansedumbre, señal de que ahí enraizó la soberbia que arruina las buenas acciones.
El modelo de humildad no es sino Cristo mismo, que se rebajó de su condición divina para hacerse uno de nosotros menos en el pecado (la soberbia). Y se dio enteramente por los pecadores, sin esperar nada a cambio, poniendo su confianza en Dios únicamente, incluso cuando toda esperanza de recompensa parece perdida (Getsemaní y la Cruz). ¡Qué lección! ¡Cuánto deberíamos contemplar los misterios de la pasión y muerte de Cristo como escuela de humildad y entrega desinteresada! Llegan a su fin los días de uno en este mundo sin terminar de penetrar los insondables misterios de la vida de Cristo.
Hubo uno que avanzó más que cualquier de nosotros en la comprensión de la humildad de Nuestro Señor Jesucristo. Si de algo de arrepintió San Agustín, cuya solemnidad celebramos hoy, fue de su gran soberbia antes de la conversión; y aún la reconocía jugándole malas pasadas en su vida de cristiano. Por eso, haremos bien en un día como hoy, invitados a la humildad por las lecturas bíblicas y la vida de San Agustín, meditar un texto del santo en que a un amigo que le consultó, llamado Dióscoro, le recordó cuál era el camino para lograr la verdad y, en general, de la vida cristiana: “Ese camino es: primero, la humildad; segundo, la humildad; tercero, la humildad; y cuantas veces me preguntes, otras tantas te diré lo mismo. No es que falten otros que se llaman preceptos; pero si la humildad no precede, acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones […] el orgullo nos lo arrancará todo de las manos cuando nos estemos ya felicitando por una buena acción. Porque los otros vicios son temibles en el pecado, mas el orgullo es también temible en las mismas obras buenas. Pueden perderse por el apetito de alabanza las empresas que laudablemente ejecutamos.” (Carta 118, 22).
El mensaje de hoy para nuestra consideración es la humildad de Cristo modelo. Él es manso y humilde de corazón. Nosotros hemos de imitarle. Sepamos que por nosotros él murió y resucitó. Nuestra salvación radica en él. La humildad cristiana nada tiene que ver con la minusvaloración de uno mismo a nivel humano. Al contrario, el humilde, para serlo, ha de quererse en la justa media y orden que nos dice la doctrina cristiana. Muchos libros de autoayuda pretenden llegar a la centralidad del mensaje cristiano de la humildad que lleva en sí el justo aprecio de uno mismo. Nosotros tenemos las enseñanzas del evangelio que nos recuerdan la centralidad de la humildad y el peligro de la soberbia. Pidamos a Dios que con el pan y el vino nos llegue a cada uno de nosotros la humildad que nos enseñó Cristo.
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