06 agosto 2022

Domingo XIX del Tiempo Ordinario (Ciclo C) (7 de agosto de 2022)

 Con lo que castigaste a los adversarios, nos glorificaste a nosotros, llamándonos a ti (Sab 18, 6-9); Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad. (Sal 32); Esperaba la ciudad cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios (Heb 11, 1-2. 8-19.); Lo mismo vosotros, estad preparados (Lc 12, 32-48).

Las lecturas proclamadas nos presentan los temas de la fe y la esperanza vigilante. El pasaje de la Sabiduría se refiere a la primera noche de Pascua de los israelitas en Egipto, cuando su liberación. Entonces recibieron la promesa de la tierra prometida, profecía de la patria del cielo que nosotros, basados en la fe, anhelamos. La segunda lectura es un elogio de la fe, fundamento y garantía de lo que esperamos sin aún ver. Lo que ahora deseamos es la plenitud de todo, pendiente de acaecer en la segunda venida de Cristo, cuyo día y hora ignoramos expectantes.

Por su parte, el evangelio nos pide vigilancia fiel, atención constante a la llegada de Cristo. La parábola del rico insensato (se cree seguro por sus riquezas) y el texto de la confianza en la providencia divina le preceden en el tercer evangelio. Con ellos enlaza la llamada a desprenderse de los bienes en limosna para adquirir tesoros en el cielo. Lucas es el evangelista que más insiste en el peligro de las riquezas, la dificultad para despegar el corazón de los bienes. El dinero y las posesiones dan sensación de seguridad, adueñándose de nuestros afectos. Jesucristo no condena el dinero ni la posesión. Advierte de su complicada gestión por nuestra parte, no por culpa de los bienes en sí, moralmente neutros; la concupiscencia nos inclina al mal uso y una relación desordenada con ellos. El rico fue insensato por poner en ellos su confianza, debida solamente a Dios. No podemos servir a Dios y al dinero; confiamos en uno o en otro. Donde pongamos nuestro tesoro, ahí estará nuestro corazón. No es necesario comentar mucho más el texto; cada uno examine sus prioridades en esta vida.

Prosigue el evangelio con tres parábolas (por así decir) sobre la vigilancia y la fidelidad del discípulo: el señor que vuelve del banquete de bodas; el ladrón y el administrador fiel. En la primera el Señor que encuentre a sus esclavos vigilantes se pondrá a servirles él mismo, algo muy inusual, indicativo del premio a la vigilancia de los discípulos frente a la indeterminación de la llegada del amo. La segunda parábola, del ladrón, abunda en la inseguridad absoluta de la llegada del Señor. La idea aquí no es la vigilancia sino el fiel cumplimiento continuo del deber, es decir, de la voluntad de Dios, de los mandamientos del cristiano. El cristiano fiel siempre está pronto y deseoso de cumplir los mandatos del Señor, para él son rectos y alegran el corazón; para él, el Señor nunca llegará como ladrón en la noche. Es más, ¡está siempre deseando su llegada! Si acontece, nunca es drama, sino alegre sorpresa. El Señor viene como un ladrón solamente para los incrédulos e indiferentes; para quienes los mandatos del Señor son incordio que posponen día sí y día también frente a otros intereses. Para estos insensatos el día del Señor vendrá como ladrón en la noche. Para los hijos de la luz, ansiosos de su llegada, esta advertencia se transforma en anuncio de esperanza.

A continuación, Pedro pregunta a Jesús si lo dice por ellos o por todos. Cristo le contesta con la parábola (tercera) del administrador fiel; no responde directamente a la pregunta que le formula el apóstol. Vuelve a insistir en la fidelidad. Ahora bien, al hablar de un administrador a quien pone al frente, durante una ausencia que se entiende prolongada, parece referirse a los apóstoles. El administrador fiel es declarado feliz a la vuelta de Señor. Si, en cambio, abusa de la confianza que se depositó en él, le espera un cruel destino. El que sea infiel será excluido del reino de Dios, de la vida eterna, acabará en desdicha.

El final del evangelio, terminada la parábola del administrador fiel, presenta una gradación en la responsabilidad ante Dios por parte de quienes cumplen (o no) sus mandamientos. La medida del castigo viene dada por el nivel de conocimiento o de ignorancia de la voluntad de Dios. Vale para todo cristiano. Termina con la siguiente sentencia: “Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá”. ¿No recuerda a la parábola de los talentos?

Quienes hemos recibido la fe contamos con un conocimiento bastante claro de la voluntad de Dios. Los que nos reunimos en la eucaristía dominical sabemos lo que Dios quiere de nuestras vidas. No podemos alegar ignorancia. Es nuestra responsabilidad discernir de lo que sus designios implican para nosotros en las circunstancias particulares de nuestras vidas; pero no dudamos, sin embargo, de que Él es nuestro Dios, a quien servimos en los demás. Hemos de encontrar alegría en el cumplimiento de sus mandatos. Si vivimos nuestra fe con gozo, si nuestra religiosidad expande nuestras capacidades; si estamos contentos de ser seguidores de Cristo, la fidelidad y vigilancia nos vienen dadas por sí solas. Nunca temeremos la llegada del Señor, el juicio y la muerte. Siempre estaremos en disposición para el Señor, que llega a nuestra vida en cada persona y en cada acontecimiento; a quien servimos a cada instante en el cuidado a nuestros semejantes. Si el evangelio de hoy que nos llama a estar vigilantes y ser fieles nos angustia un poco, quizá debamos revisar nuestra religiosidad, la forma en que vivimos nuestra fe. Ésta ha de ser motivo de mayor ilusión y fuerza, alegría y esperanza. Si no es así, debemos examinar nuestra vida para ver en qué línea hemos de convertirnos al Señor.

Finalmente, si bien es cierto que el evangelio se dirige a todos nosotros como seguidores de Cristo, la parábola del administrador fiel y la última llamada a dar más a quien más ha recibido puede leerse legítimamente como una exhortación especialmente dirigida a los pastores de la Iglesia, puestos al frente del pueblo del Señor hasta su vuelta. No se puede negar en ellos la suposición de un conocimiento más perfecto de la voluntad de Dios y una mayor responsabilidad en el aliento a los fieles. Es por ello que podemos entender que se les exigirá más; se les pedirán más cuentas. Ahora bien, este plus que recae sobre los líderes de la Iglesia no disminuye nuestra responsabilidad, queda intacta, sin merma. Cada uno tiene su papel en el Cuerpo de Cristo, respondiendo por su función encomendada. Sin embargo, quizá los pastores necesitan más de nuestra oración justamente por su mayor responsabilidad. Lo hacemos siempre en la plegaria, en que pedimos por el Papa, en primer lugar; y tras él, por nuestro obispo y todos los pastores de la Iglesia. Ayudemos a los sacerdotes y obispos con nuestra oración y, sobre todo, llevando una vida alegre y llena de esperanza, con la certeza, basada en la fe, de la promesa de la vida plena que nos llegará en Jesucristo. Prenda de ella es la Eucaristía que celebramos. Prosigamos, pues, con gozo esta celebración.

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