1. Tomás tuvo un mal día, pero luego… No le faltaban razones lógicas a Tomás, el Mellizo, para desconfiar de las palabras de sus compañeros. Sí, todos, incluido él mismo, habían estado convencidos de que el Maestro, antes de morir, iba a restaurar el reino de Israel, todos ellos habían llegado a creer que el Reino de Dios, el Reino de los cielos estaba a punto de llegar. Sin ir más lejos, unos días antes, el domingo de los famosos ramos, la multitud entera, y ellos a la cabeza, habían gritado entusiasmados: bendito el que viene en nombre del Señor, y el Rey de Israel, ¡Hosanna! (Jn. 12). Pero, después… ¡qué tristeza, qué desastre, qué desilusión! Le habían condenado y matado como a un vil asesino e intrigante político, le habían colgado de un madero, le habían dado muerte en una ignominiosa cruz. Es verdad que algunas piadosas mujeres, las que más le habían seguido y las que más le habían amado, habían contado no sé qué visiones, que si se les había aparecido, que estaba vivo, que le esperaran en tal o cuál sitio. Y ahora eran sus mismos compañeros los que se habían atrevido a decirle, con los ojos abiertos como platos: hemos visto al Señor. Ya era casualidad que tuviera que ser precisamente en esa ocasión, cuando él no estaba entre ellos, cuando se hubiera presentado, vivo, exhalando paz y repartiendo bendiciones, el mismo Señor Jesús. Nada, esta vez no le engañaban, si él mismo no veía en las manos del Maestro la señal de los clavos, si no metía el dedo en el agujero de los clavos y no metía la mano en su costado, no lo creía.
2. Pero, luego, a los ocho días, qué inmensa emoción, qué detalle de ternura y generosidad por parte del Maestro; había sido el mismo Maestro en persona el que se le había acercado, el que le había dicho, sin reprocharle nada, sin querer avergonzarle ante sus compañeros: trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. ¡Creyente!. Sí, era la palabra; él había querido ser lógico, racionalistamente lógico, pero no había sido creyente. No se había fiado de la Palabra del Maestro, había querido verlo todo con los ojos materiales del cuerpo, había pensado, ¡pobre ingenuo!, que sólo los sentidos del cuerpo pueden dar razón suficiente de las verdades del espíritu. Probablemente es porque le había faltado amor, porque no había sabido mirar a su maestro con los ojos del corazón, con los ojos del alma. ¡Ah, las mujeres, siempre nos llevan la delantera porque aman mejor! Pero ahora también él lo tenía muy claro: ¡Señor mío y Dios mío! A partir de ahora también comenzaba para él un tiempo nuevo, un tiempo quizá de muerte, pero seguro que también de resurrección.
3. En la primera lectura, en el capítulo 5 de los hechos, se nos dice que los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Entre ellos estaba, evidentemente, Tomás, el Mellizo. La fe y el amor le habían transformado. El pueblo que le oía percibía en sus palabras, veía en sus ojos la chispa y el fuego de la fe y del amor, el sello de la verdad. Ya no hablaba con la lengua del cuerpo, hablaba con las lenguas del Espíritu, ya no miraba a la gente y a las cosas con los ojos materiales, lo miraba todo con los ojos de Dios. Y crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor.
4. Tomás, el apóstol Tomás, puede ser, debe ser hoy para nosotros un ejemplo de persona creyente. Con los ojos del cuerpo miramos a nuestro alrededor y sólo vemos materialismo y ansias de dinero y de poder. Los caminos de Dios no son nuestros caminos. Vamos a creer, con fe y amor, que Dios, a través de estas pobres criaturas humanas que somos nosotros, es capaz de reconducir este equivocado mundo en el que vivimos. Ahora es tiempo de resurrección y de vida. Seamos nosotros, cada uno de nosotros, instrumentos de Dios para acelerar la venida del Reino, un Reino de justicia, de vida, de paz y de amor. Qué por nosotros no quede.
Gabriel González del Estal, OSA
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