Después de estos cuarenta días en los que nos hemos ido preparando interiormente para la Pascua, la fiesta de hoy nos abre la puerta a las celebraciones centrales del misterio de nuestra fe. Hoy vemos a Jesús que entra triunfante en Jerusalén, acompañado por sus discípulos y aclamado por todo el pueblo como rey y como Mesías. Pero la fiesta y la alegría de hoy pronto se convertirán en entrega, en pasión, en dolor. Jesús entra en Jerusalén para dar su vida en la cruz. Por eso, el carácter de esta fiesta es doble: la alegría de recibir a Jesús como Mesías, pero también la pasión y el sufrimiento de la cruz. Por eso, nuestra celebración de hoy lleva por nombre ""Domingo de Ramos en la Pasión del Señor", y el mismo color rojo de las vestiduras del sacerdote en esta fiesta nos recuerdan la sangre de la cruz.
1. Jesús aclamado como Mesías. Con la procesión de las palmas hemos rememorado la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. La ciudad entera abre sus puertas a Cristo que entra, los discípulos, entusiasmados, gritan a una voz “Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor”. Jesús es aclamado como rey y como Mesías. Reconocer a Cristo como rey significa aceptarlo como aquél que nos guía en nuestro camino, como aquél a quien debemos escuchar y al que seguimos. Reconocer a Cristo como Mesías es aceptarlo como nuestro salvador, siendo conscientes de que no podemos hacer nada sin Él, que nuestra salvación viene de Él. Por eso, la celebración de hoy tiene un primer carácter festivo, de alegría. Como los habitantes de Jerusalén abrieron las puertas de su ciudad para acoger al Mesías, también nosotros hoy queremos abrir las puertas de nuestra vida para que entre en ella Cristo, el que viene en nombre del Señor, nuestro rey y Mesías. Comenzamos pues la Semana Santa con gozo, haciendo fiesta, pues Cristo viene a nosotros.
2. Un Mesías pobre. Al contemplar hoy a Cristo que entra en Jerusalén montado en un asno, pobremente, reconocemos a Dios que quiere entrar también en nuestra vida de forma sencilla. Jesús triunfante, al entrar en la ciudad santa, no entró de forma portentosa, sin pompa ni lujos. Jesús no entró en Jerusalén montado en carroza, con un séquito que le acompañase, sino que entró humildemente. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén es sencilla, como le gusta hacer las cosas a Dios. Un asno que ni siquiera es suyo, sino que ha tenido que pedir prestado, como hemos escuchado en el pasaje del Evangelio que se ha proclamado al comenzar la procesión. Nos recuerda al pasaje del profeta Zacarías: “¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna” (Zac 9, 9). Dios no viene a nosotros con boatos, no sale a nuestro encuentro con lujos ni parafernalias. Dios siempre aparece en nuestras vidas con sencillez, pobremente. Es difícil reconocer a Dios en un hombre sencillo y montado en un borrico. Los discípulos y los habitantes de Jerusalén lo reconocieron. Nosotros, si vivimos pendientes de las riquezas y de la abundancia, difícilmente lo reconoceremos. Abramos pues nuestros corazones a Dios que viene sencillo, pobremente. Que Él entre en nosotros y encuentre un corazón sencillo, dispuesto a acogerle con júbilo. ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
3. Un Mesías sufriente. Pero la fiesta de hoy, como decíamos al principio, tiene un carácter no sólo festivo, sino también de pasión. Cristo entra en Jerusalén para subirse al madero de la cruz y dar su vida por nosotros. Por eso, la liturgia de hoy nos recuerda que ser Mesías es dar la vida, entregarse por nosotros, por amor a nosotros. En las lecturas de la Misa de hoy escuchamos diversos textos que nos recuerdan qué significa ser Mesías. La primera lectura, en la que escuchamos el tercer cántico del Siervo de Yahvé del profeta Isaías, nos presenta a un Mesías sufriente, a quien el Señor abre el oído para escuchar y le da una palabra de aliento para el abatido, pero que también ofrece la espalda y las mejillas a quienes le maltratan, que no se esconde ante los ultrajes, pues tiene su confianza puesta en el Señor. El salmo 21 recoge el sufrimiento de quien se siente abandonado, maltratado, pero que a pesar de ello mantiene su confianza en el Señor, su fuerza. Este salmo lo pone el evangelista en labios de Jesús en el momento de la cruz “Dios mío, Dios mío, ¡por qué me has abandonado?” La segunda lectura, en la que encontramos el impresionante himno cristológico de la carta de Pablo a los filipenses, nos presenta a un Cristo obediente, despojado de todo, rebajado hasta someterse a una muerte en cruz. Y finalmente en largo relato del Evangelio de hoy, según san Lucas, podemos contemplar la pasión y muerte del Señor. Cristo, que hoy entra triunfante en Jerusalén, es el Mesías sufriente, que muere por amor, que da la vida por nosotros. Éste es el verdadero sentido de la Semana Santa que hoy empezamos: celebrar y vivir el amor de Dios manifestado en la entrega incondicional de Cristo en la Cruz.
Al celebrar hoy esta fiesta del Domingo de Ramos, abramos con gozo las puertas de nuestro corazón a Cristo, el Mesías, que viene a nosotros como en aquel día entró en Jerusalén. Él viene sencillo, pacífico, pobre. Desea mostrarnos el amor de Dios, y lo hace con su muerte en la cruz, con la entrega de su vida. Que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio, como hemos rezado en la oración colecta de hoy. Pongamos a Cristo en el centro de nuestra vida y caminemos así hasta la Pascua de la Resurrección.
Francisco Javier Colomina Campos
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