La lucha contra el Demonio y demás espíritus malignos es un combate espiritual, pero no por ser espiritual deja de ser real. Al contrario, es una “real” batalla la que se libra entre las fuerzas del Mal (de Satanás) y las fuerzas del Bien (de Dios).
Y en ese combate estamos incluidos todos los seres humanos, cada uno en su respectivo bando, según estemos en amistad con Dios o en amistad con el Demonio.
Ahora bien, por la verdad contenida en la Sagrada Escritura, ya sabemos cuál será el bando ganador, aunque el Demonio, el Engañador, inventor de la mentira, pretenda hacer creer que será él quien vencerá.
Ya Cristo ha vencido al Demonio: lo venció en la Cruz y con su Resurrección. Cristo ya ganó de antemano esa victoria para nosotros, pero debemos alistarnos en el bando ganador, siendo de Dios, obedeciendo su Voluntad, aprovechando todas las gracias que nos regala para nuestra salvación eterna, que es nuestra victoria.
Cristo, además, quiso someterse Él mismo a esta batalla espiritual. Cristo “no permanece indiferente ante nuestras debilidades, por haber sido sometido a las mismas pruebas que nosotros, pero que, a Él, no lo llevaron al pecado” (Hb 4, 15).
La Cuaresma, que comenzamos con el Miércoles de Ceniza, nos invita a apertrecharnos para esa lucha espiritual. ¿Cuáles son nuestras armas? ¿Cuáles son nuestros pertrechos? Entre otros, los medios que nos ofrece la Iglesia en este tiempo cuaresmal: la oración, la penitencia, los ayunos, las limosnas. Todas estas cosas nos ayuda a la conversión o cambio interior que requerimos para ir ganando este combate.
El ayuno como respuesta a la sensualidad. La limosna para atajar la avaricia. La oración contra la autosuficiencia. Estas actividades espirituales nos ayudan a desprendernos de lo que impide que Dios pueda actuar en nosotros.
La Liturgia de Cuaresma se nos abre precisamente con la batalla espiritual que Cristo libró contra el Demonio después de haber pasado cuarenta días de ayuno y oración en el desierto. Jesús se retiró al desierto en preparación para su vida pública, cuando comenzaría su predicación al pueblo de Israel. Fue una misión que en poco tiempo lo llevaría a la muerte.
Y ¿qué es el desierto? Según la Sagrada Escritura, el desierto es el sitio privilegiado para encontrarse con Dios, para dejarse transformar por Él.
Tal fue el caso del pueblo de Israel que vivió cuarenta años en el desierto. Y el desierto no sólo fue la travesía para llegar a la Tierra Prometida, sino también fue el sitio donde Yahvé fue moldeando al pueblo escogido para hacerlo depender sólo de Él.
Otro ejemplo es el Profeta Elías (1 Rey 19, 1-18), quien pasó también cuarenta días en el desierto, a donde huyó obligado para salvar su vida. Después de muchas vicisitudes, se encuentra con Dios en el Monte Horeb -en el mismo sitio en que Moisés recibió las Tablas de la Ley. Allí Dios prepara a Elías para la misión que le iba a encomendar.
Otro habitante del desierto fue San Juan Bautista. Allí vivió prácticamente toda su vida y allí lo preparó Dios para ser el Precursor de su Hijo y preparar el camino del Salvador de Israel.
Sin embargo, el desierto, que para nosotros puede significar lugar de retiro, de silencio, de oración, no sólo es lugar de encuentro con Dios, sino también de lucha con el Demonio. Porque, a veces un encuentro privilegiado con Dios puede ir precedido de una lucha fuerte contra el Maligno, que se opone por todos los medios a ese encuentro nuestro con el Señor. Pero no hay que temer. Recordemos: nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas (cfr. 1 Cor 10, 13).
Jesús, al terminar su retiro, nos dice el Evangelio de hoy, “fue tentado por el Demonio” (Lc 4, 1-13).
¡Tal es la soberbia del Maligno: pretender tentar al mismo Dios! Lo primero que se nos ocurre es pensar en su tremenda osadía, osadía que no pasa de ser necedad y brutalidad: ¡cómo ocurrírsele que Dios iba a caer en sus redes!
Allí en el desierto, Jesús hizo que Satanás probara su derrota, derrota que completó con su Cruz y su Resurrección. Y esa derrota será plena y terminante el día de su venida gloriosa, cuando venga a establecer su reinado definitivo y ponga a todos sus enemigos bajo sus pies.
Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (394) que el Demonio pretendió desviar a Cristo de su misión. ¡Qué osadía! Y pretendió esto con tres tentaciones: una de poder, otra de gloria y triunfo, y otra de bienestar material. El bicho sigue con el mismo guión: es lo mismo que nos ofrece hoy en día a todos los que quieran estar en el bando perdedor.
Con la primera tentación, el Demonio invita a Jesús a convertir las piedras en pan para calmar su hambre.
Es una tentación de poder, pero también de ceder a los sentidos para consentir el cuerpo. No hay que privarse de nada, no hay que sufrir. Con poder se puede aliviar cualquier cosa. Tentación también muy presente en nuestros días.
La segunda tentación fue de avaricia y poder temporal, por supuesto acompañada de su siempre presente mentira: “A mí me ha sido entregado todo el poder y la gloria de (todos los reinos de la tierra) y yo los doy a quien quiero”.
¡A cuántos no ha engañado el Demonio con esa mentira de ser el dueño de lo creado y de que, si se le rinden y lo adoran a él, les dará lo que le pidan! La avaricia o búsqueda desordenada de riquezas y el apego a los bienes materiales es una tentación siempre presente. Sólo el apego a Dios, poniéndolo a Él primero que todas las cosas, nos protege de esta peligrosa tentación.
La tercera tentación fue de orgullo y soberbia, triunfo y gloria. Y en ésta sí se pasó de osado: tentó al mismo Dios con la Palabra de Dios. Le sugirió que se lanzara en pleno centro de Jerusalén de la parte más alta del Templo porque, de acuerdo a la Escritura, los Ángeles vendrían a rescatarlo.
Imaginemos lo que hubiera sucedido con un milagro así: Jesús se hubiera ganado la admiración y la aprobación de todo el mundo, hubiera sido la “super-estrella” el “super-man” del pueblo de Israel. Pero el camino señalado por el Padre era otro muy distinto: no de triunfos, sino por el contrario, humillaciones, ataques injustos, cruz y muerte.
¿Cómo oponernos a las tentaciones de orgullo y vanidad? El mejor remedio es practicar lo opuesto: la humildad.
Por ejemplo: no buscar posiciones con el fin de llegar a ser personas importantes, no hacer las cosas con el fin de procurar el reconocimiento de los demás. Cuando vengan las humillaciones, que Dios suele enviarnos para hacernos crecer en humildad, no excusarnos, sino más bien aceptarlas, reconociéndolas como medios privilegiados de crecer en santidad.
Las tentaciones de Jesús en el desierto nos muestran una cosa muy importante. Los ataques del Maligno son muy variados. He aquí algunos a los que estamos muy inclinados los seres humanos de este Tercer Milenio, relacionados con las mismas tentaciones de Jesús en el desierto:
. culto al cuerpo,
. gusto por el placer
. complacencia de los sentidos,
. rechazo del sufrimiento,
. avaricia,
. apego a lo temporal,
. ambición de poder,
. ansia de poderes,
. búsqueda de triunfo,
. deseos de glorias,
. reclamo de reconocimientos,
. orgullo en todas sus otras formas, etc.,
Y no creamos que vamos a poder estar libres de tentaciones. La santidad y el camino hacia Dios no consiste en no ser tentado, sino en poder superar las tentaciones.
Y ese combate es persistente. El Demonio y los demonios y demás espíritus malignos no cejan en su lucha. San Pedro compara al Demonio con un león enfurecido que anda dando vueltas alrededor nuestro, deseando devorarnos para llevarnos a la condenación eterna (cfr. 1 Pe 5, 8).
Nos dice el Evangelio que el Diablo se retiró de Jesús “hasta que llegara la hora”, hasta el momento oportuno.
Para Cristo ese momento fue el de la Cruz, ya que, durante la Pasión, el Demonio hizo que toda la maldad del pueblo de Israel se volcara contra su Mesías, a quien no pudo el Maligno engañar ni seducir. Pero Cristo al morir, obedeciendo la Voluntad del Padre en ese camino de humillación y sufrimiento, quitó el poder al Maligno y liberó a la humanidad del secuestro en que estaba por el pecado original.
Y para salir nosotros de ese secuestro, debemos cumplir el mandato con el que Jesús muy bien responde al Demonio: “Adorarás al Señor tu Dios y a El solo servirás” (Dt 6, 13).
Adorar a Dios consiste en reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño, en reconocernos en verdad lo que somos: hechura de Dios, posesión de Dios. Él es mi Dueño. Yo le pertenezco. Consecuencia lógica de esa dependencia es entregarme a Él y a su Voluntad. Y ser siempre fieles a Él.
Esta instrucción de adoración la vemos en la Primera Lectura (Dt 26, 4-10), la cual nos trae la profesión de fe del antiguo pueblo de Dios. Todo hebreo debía presentar a Dios “las primicias” o primeros mejores frutos de su cosecha, pronunciando una oración que sintetizaba la historia de Israel.
Esta oración termina con la orden del Señor: “te postrarás ante Él para adorarlo”, que es lo que responde Jesús a Satanás.
El Salmo 90 nos trae las palabras que el Demonio osó utilizar para tentar a Jesús con la gloria y el triunfo, si se lanzaba del Templo de Jerusalén.
Y en la Segunda Lectura (Rom 10, 8-13) San Pablo también nos invita a hacer profesión de nuestra fe: creer y confesar que Jesús es el Señor y que resucitó.
Seremos, entonces, salvados por esa fe que nos lleva a confiar en Dios y a poner todo nuestro empeño para responder a las gracias que Dios nos da para nuestra salvación. Con nuestra fe y nuestra respuesta a las gracias; es decir, con nuestra fe y con nuestras obras, somos salvados por Cristo.
Dios ha querido que el combate espiritual contra las fuerzas del mal sea para nosotros fuente de gracia y de salvación, porque venciendo las tentaciones acumulamos méritos para la Vida Eterna (cfr. St. 1, 2-4 y 12).
En esa lucha inevitable, no olvidemos algo muy importante: contamos con toda la ayuda necesaria de parte de Dios para ganar las batallas espirituales y la batalla final. Que así sea.
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