Empiezo reconociendo mi propia dificultad para comprender el texto evangélico de hoy. Cada vez que lo leo o la liturgia me lo presenta siento una mezcla compleja de sentimientos: imperativo, palabra de Dios, extrañeza, imposibilidad, absurdo…
Pero el mensaje sigue ahí, no cambia y no lo puedo “reinterpretar”. Dice lo que dice y lo expresa con claridad: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, sed compasivos…, perdonad… “
Me temo que, a la luz de este evangelio de hoy, muchos tenemos de cristianos sólo el nombre. Amamos a los que nos aman, hacemos el bien a quien nos lo hace, prestamos cuando esperamos sacar alguna ganancia. A lo largo de los siglos y de la vida de cada uno hemos desarrollado la capacidad de reducir el evangelio a unas cuantas -pocas- normas éticas razonables, es decir, escogidas a la propia medida, “el evangelio a la carta”. Sin embargo, Cristo quiere llevarnos a lo infinito: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso, no juzguéis, no condenéis…». Quizá nuestro fallo es precisamente no contemplar al Padre misericordioso.
Vivimos en sociedades que tienden a la violencia física y psicológica, donde el respeto, el perdón, la compasión o el compartir no son valores de moda. Solo leer el periódico o ver las noticias cada día nos pone al tanto de cuantos asaltos, accidentes, hechos de corrupción, homicidios y feminicidios suceden cada jornada. Además, en nuestra vida más cotidiana, el “ojo por ojo y diente por diente”, “el que me la hace me la paga”, el “yo perdono, pero no olvido…” están a la orden del día.
Pero Jesús nos llama a amar y no a condenar, su clamor recorre la historia y llega hasta nosotros aquí y ahora: “Amad a vuestros enemigos”, nos dice, y, ante nuestra extrañeza, nos pide abrirnos de corazón al prójimo y a no ponerle límites legales o doctrinales a nuestra disposición de comprenderlo y aceptarlo tal como es y tal como nos necesita.
Creo que sólo desde la relación cercana con Dios es inteligible el mandato de Cristo de amar a los enemigos o de ser compasivos... No sólo de perdonar, sino de amar positivamente, hasta dar la vida por los mismos enemigos como ha hecho Cristo.
Quien va entendiendo así el perdón, comprende que el mensaje de Jesús, lejos de ser algo extraño y absurdo o imposible e irritante, es el camino más acertado para ir curando las relaciones humanas. siempre amenazadas por nuestras injusticias y conflictos
Si lo que Jesús nos pide nos parece imposible o demasiado, estamos comenzando a entender que nuestra respuesta dependerá no solo de nosotros mismos, sino de la gracia que viene de Dios. Solo si recibimos el espíritu que Dios nos promete seremos capaces de ser testigos del amor, perdón y paz a los que Jesús nos llama.
Creo también que la clave para la comprensión del evangelio hoy la encontramos en el evangelio del domingo anterior: las bienaventuranzas. El perdón y misericordia son actitudes fundamentales del cristiano porque son de Dios.
El perdón brota siempre de una experiencia religiosa. El cristiano perdona porque se siente perdonado por Dios. Toda otra motivación es secundaria. Perdona quien sabe que vive del perdón de Dios. Ésa es la fuente última. «Perdonaos mutuamente como Dios os ha perdonado en Cristo» (Ef 4, 32). Olvidar esto es hablar de otra cosa muy diferente del perdón evangélico.
Así, el perdón cristiano no es un acto de justicia. No se le puede reclamar ni exigir a nadie como un deber social. Jurídicamente, el perdón no existe. El código penal ignora el verbo «perdonar. Hablar de requisitos para perdonar es introducir el planteamiento de otra cosa.
Para concluir, otra vez Jesús nos advierte: “Con la misma medida con que medís, os volverán a medir” ¿En verdad creemos esto? Porque con lo mezquinos y negativos que somos para juzgar, para dar, para amar… si nos van a dar como nosotros damos, nos van a medir y a juzgar de la misma forma que medimos y juzgamos… estamos en problemas. Esto no se nos advierte únicamente para nuestro bien. Porque nuestros odios, desprecios y prejuicios no son solo cosa nuestra. Son contagiosos. Son una peste que propagamos de muchos modos. Son esa oscuridad que se inculca a los hijos desde pequeños, a los amigos con comentarios y humoradas cargados de prejuicios, a los hermanos y las hermanas de reunión o parroquia con interpretaciones fanáticas e inmisericordes del texto bíblico.
En efecto, la vara con la que medimos nos mide y afecta nuestro entorno. Es una vara que, las más de las veces, es de un hierro forjado por décadas y siglos. Y por mucho tiempo, forjada de cualquier cosa menos de “amar al enemigo,” “no juzgar” y “no condenar.”
Termino invitando a que, si no podemos imitar la misericordia, el amor y el perdón de Dios, seamos al menos un canal para que ese amor y perdón lleguen a quienes más los necesitan.
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