A veces no vemos con claridad lo más grande, lo más evidente, lo que está en nuestras narices que son nuestros propios errores. En cambio lo chiquito, lo que está más lejos, los errores de los demás eso sí lo vemos con toda claridad.
«Hipócritas» nos dice Jesús el día de hoy. Porque te das cuenta de la pajita que hay en el ojo ajeno y no te das cuenta del tronco que tienes en el tuyo.
Cuando tengas un problema con una persona, antes de sacarle una lista de reclamos, pregúntate qué es lo que tú has hecho mal. Empieza reconociendo lo que tú has hecho mal y cambiar tú mismo.
Si empiezas por tus propios errores, vas a ser más capaz de ayudar al otro a cambiar. En primer lugar porque vas a darle el buen ejemplo. En segundo logar porque lo vas a poder corregir con la humildad de quien también sabe que se ha equivocado y no con la soberbia de quien cree tener toda la razón.
No se puede corregir a una persona sin amor ni caridad. Como no se puede hacer una intervención quirúrgica sin anestesia porque el paciente se moriría de dolor. El amor es como esa anestesia que le permite al otro poder aceptar la corrección.
Si sientes placer o gusto por corregir los errores del otro, eso no viene de Dios.
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