15 febrero 2022

Homilía – Domingo VII de Tiempo Ordinario

 SIN ESPERAR NADA A CAMBIO

Jesús insiste, una vez más, en su «manía»: el amor. Todo se resuelve en el amor. Con su palabra nos ha recordado hoy las condiciones esenciales del amor: la gratuidad y la generosidad. Sólo el amor nos hace semejantes a Dios (Gn 1,26) y nos convierte en hijos de quien se define esencialmente como Amor. Pero sólo el amor a fondo perdido y generoso es amor. Lo demás, por más que parezca amor y servicio, no pasa de ser un intercambio comercial. La gratuidad y generosidad encuentran su máxima expresión en el amor a los enemigos.

Continuamente estamos experimentando que vivimos en una sociedad donde es difícil aprender a amar gratuitamente. En casi todo nos preguntamos: ¿Para qué sirve? ¿Es útil? ¿Qué gano con esto? Todo lo calculamos y lo medimos. Nos hemos hecho a la idea de que todo se obtiene «pagando» y así corremos el riesgo de convertir nuestras relaciones en puro intercambio de servicios. Pero el amor, la amistad, la acogida, la solidaridad, la cercanía, la intimidad, la lucha por el débil, la esperanza, la alegría interior… no se obtienen con dinero. Son algo gratuito que se ofrece sin esperar nada a cambio.

Frente al amor adulterado que muchas veces percibimos en nuestro entorno, Jesús nos presenta como modelo de referencia el de nuestro Padre celestial: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Le 6,35-36). Los discípulos de Jesús, por su parte, nos ofrecen como modelo de referencia el amor de Jesús, reflejo cabal del Padre. Él se desvivió por los miserables, por los que no tenían con qué pagar; y amó hasta dar la última gota de su sangre. Amó hondamente a sus enemigos y respondió a sus sarcasmos y carcajadas, mientras se retorcía de dolor en la cruz en la que le habían clavado, con aquella oración llena de ternura: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). ¡Qué forma tan humanísima de disculpar! Sólo amando así seremos hijos del Altísimo» (Lc 6,35-36) y discípulos de Jesús.

La universalidad del amor que Jesús vivió y que nos recomendó implica amar a los que provocan en nosotros rechazo, a los que no son de los «nuestros», a los que hacen todo lo posible para que les odiemos, a los que nos han propinado o propinan bofetones, nos han puesto o nos ponen la zancadilla, a los que han destrozado o destrozan nuestra vida con intrigas, calumnias, atentando contra nosotros y los nuestros, a los que nos han robado el puesto de trabajo, el marido o la mujer… Ya sé que todo esto se dice pronto, pero es durísimo. Esto sólo es posible con la fuerza del Espíritu.

Todo prójimo, aun el más degradado, tiene razones suficientes para ser amado. Razón suprema: le ama Dios, le ama Cristo. Y Dios y Cristo siempre tienen razón. Jesús ama con amor afectivo y efectivo (Mt 5,45), con el amor del Padre y con amor de Hermano.

En su grandeza infinita Dios encuentra a todo prójimo digno de ser amado. ¿Vamos a dejar de amarle nosotros en nuestra pequeñez de pecadores? ¿Quién soy yo para negar el amor a quien Dios se lo da? ¿No es para nosotros una dicha y un honor indecibles compartir los sentimientos de Dios hacia los demás? Cualquier persona, por el mero hecho de serlo, por ser hijo de Dios y hermano nuestro, tiene razones más que suficientes para ser amada.

Incluso, hay que evitar o curar los odios y rencores por simple conveniencia propia, por pura higiene psicológica. Los odios y rencores son úlceras que dañan, esclavizan y atormentan a los que los sufren. El que los consiente, amarga insensatamente la vida.

 

CAMINOS DE LIBERTAD Y DE FELICIDAD

Jesús, al proponernos estas consignas tan exigentes, ¿pretende ponernos pruebas de fidelidad para ver hasta dónde llega nuestra fortaleza, para curtirnos, para convertirnos en grandes alpinistas del espíritu? De ninguna manera. Lo que nos propone es un camino de libertad y de felicidad que él mismo anduvo resueltamente.

Jesús razona divinamente: «Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen» (Lc 6,32-34). Por tanto, no hay alternativa posible: o se ama a todos o no se ama a nadie. De otro modo, podrá parecer que se ama. Pero, en realidad, lo que se hace es amarse a sí mismo en los demás. Hacia quienes nos perjudican y nos odian lo que hay que tener es una gran comprensión, compasión y perdón. Con frecuencia son víctimas de sí mismos, cuando no son enfermos psíquicos, aunque parezcan muy cuerdos. El mártir Martín Luther King interpelaba a sus enemigos incendiarios: «Ya podéis meternos en las cárceles, que no lograréis que os odiemos; ya podéis secuestrar a nuestras mujeres e hijos, que no lograréis que os odiemos; ya podéis incendiar o destruir nuestros hogares con bombas, que no lograréis que os odiemos. Pero tampoco os hagáis ilusiones: nosotros seguiremos en la lucha por nuestros derechos de igualdad como hijos del mismo Padre». ¿Qué pueden significar nuestros «perdones» ante este «Perdón» con mayúscula de tanta saña sufrida por este mártir?

Otra de las expresiones de amor gratuito y generoso es no responder a la violencia con violencia, no pagar con la misma moneda: «Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra», afirma Jesús. La frase ha suscitado muchas veces risas y bromas. Se trata de una expresión oriental, un modo exagerado de hablar para expresar más gráficamente el mensaje. El mismo Jesús, cuando el esbirro, en el juicio del sanedrín, le propina un bofetón, no pone la otra mejilla sino que le interpela severamente: «Si he hablado mal, dime en qué, y si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23).

El amor a los enemigos e incordiantes no significa que hayamos de dejarnos pisar dando facilidades a los que pasan por la vida arrasando. Perdonar y amar no significa renunciar a que se haga justicia, incluso como freno y correctivo a quien conculca los derechos de los demás.

Jesús, con esta frase tan repetida, no nos invita a la pasividad ni a renunciar a nuestros derechos, sino a la no violencia activa, a no entrar en la espiral de la violencia. Esto viene urgido a veces por el simple sentido común. Ya sabemos lo que sucede cuando se responde al insulto con el insulto y a la agresión con la agresión. La violencia engendra violencia. Saber perder en la vida es mucha sabiduría y significa, a menudo, mucha ganancia. Lo difícil, también aquí, es saber cuándo es más oportuno ceder y perder de los derechos propios. El Señor nos lo revelará oportunamente, si discernimos y le invocamos preguntándole qué hemos de hacer. Lo cierto es que Jesús llama bienaventurados a los que luchan por la justicia (Mt 5,10).

 

DAR A FONDO PERDIDO

La tercera expresión de amor gratuito y generoso es dar a fondo perdido. Señala Jesús: «Si prestáis cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo». El razonamiento de Jesús es contundente. Prestar con intención de recuperar con intereses, eso no es ni amor ni servicio, sino comercio. Jesús invita a dar a fondo perdido: «Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y dichoso tú entonces porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos» (Lc 14,12-14).

No hemos de hacer el bien a cambio de recompensas: ni el pago en la misma moneda («favor con favor se paga»), ni en moneda de beneficios temporales, ni en gratificación afectiva ni en popularidad. De éste modo, corremos el riesgo de que se nos diga: «Recibisteis ya la paga» (Mt 6,1-6). ¡Qué paga tan menguada!

Resulta conmovedor y estimulante escuchar a personas que confiesan con toda naturalidad: «Me encanta ayudar a la gente»… Éstos experimentan la verdad de lo que dicen los psicólogos: «El amor es su propia recompensa». Tenemos una tendencia natural a extender la mano para recibir; sin embargo, lo que de verdad hace feliz es extenderla para dar. Quien da y se da gratuita y generosamente experimenta la verdad de aquella sentencia impagable del Señor, una sentencia que había de ser una consigna para toda nuestra vida: Hay más dicha en dar que en recibir (Hch 20,35).

Atilano Alaiz

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