24 febrero 2022

Domingo VIII del Tiempo Ordinario (Ciclo C) (27 de febrero de 2022)

 No hay que dar muchas vueltas para darnos cuenta de cómo la mayoría nos hacemos un cristianismo a nuestra medida y de ahí no hay quien nos mueva; basta ser un poco observadores o leer los titulares de algunos periódicos de información religiosa para ver el distinto y hasta enconado enfoque del mismo tema. Cualquier asunto o problema lo vemos únicamente bajo el tamiz de nuestros criterios.

 No debiéramos olvidar que, como seguidores de Jesús, estamos llamados a vivir una vida comprometida con sus propuestas, no con las nuestras. Nuestra perfección está en imitar a Dios Padre, y Dios es misericordia: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6,36). A través de unas sentencias sencillas, Jesús nos invita a ser misericordiosos como Dios Padre lo es con cada uno de nosotros. Todos hemos recibido el perdón de Dios. Y este mismo perdón debiera inspirar nuestro comportamiento con los hermanos. Y a la misericordia se opone al enjuiciamiento y condena de la conducta ajena. Todos tendemos a convertirnos en Tribunal Supremo de justicia para repartir títulos de buen comportamiento a nuestra imagen y semejanza.

Según los psicólogos, la crítica está asociada a una baja autoestima. Y la baja autoestima utiliza los propios juicios para controlar y defenderse de los demás. Es más fácil enjuiciar a los demás que enjuiciarse a sí mismoEl único que puede dar un juicio negativo y definitivo es Dios. El juzgar al hermano supone usurpar una función exclusiva de Dios; aparte de no correspondernos el enjuiciamiento ajeno, nuestro juicio nunca puede ser un juicio verdadero, la falta de una buena visión nos lleva a ver distorsionada la realidad. Jesús no tiene inconveniente en llamar hipócritas a quienes se preocupan de enjuiciar y criticar la vida ajena más que la propia, creyéndose mejores que los otros. Somos ciegos y guías ciegos, más preocupados por la vida ajena que por nuestra conversión y por ejercer la misericordia como Dios la ejerce con cada uno de nosotros, somos ciegos y guías de ciegos, porque pretendemos colocarnos de modelo para los demás. 

Dice el apóstol Santiago: Uno solo es el legislador y juez: el que puede salvar o destruir… ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?” (4, 11-12). Y como nos dice S. Marcos: la medida con que midiereis se os mediará a vosotros(Lc 6,38); por lo tanto, si no queremos ser juzgados, no juzguemos a los demás. No pidamos que se haga justicia en la casa del otro y que con nosotros haya misericordia y tolerancia. ¿Queremos que no nos juzguen? No juzguemos a los demás. ¿Queremos que no nos condenen? No condenemos a los demás. ¿Queremos que perdonen nuestras faltas? Perdonemos nosotros a los que nos ofenden. Excusemos a los demás como pedimos que nos excusen a nosotros. Hace ya muchos años, una anciana, ante las palabras que yo la comentaba, me decía: “Procuro no meterme en la vida de los demás”. La respondí que era una santa. Y me dice de nuevo: “Padre, bastante tenemos cada uno con lo nuestro como para cargar con lo de los demás”. Santa y sana reflexión. Sed misericordiosos. Difícilmente podemos avanzar en nuestra vida espiritual si nos convertimos en jueces de la vida de los hermanos.

La última comparación del evangelio nos invita también a un examen profundo: como el árbol bueno da buenos frutos, el corazón bueno, transformado por el amor misericordioso de Dios, también da buenos frutos, frutos de amor, de misericordia, de comprensión. Es un test que debemos aplicarnos para conocernos cómo somos realmente. No podemos dar los frutos que Dios nos pide, si el corazón lo tenemos corrompido. El evangelio hoy nos exige mucha autocrítica: ¿Quién soy yo para enjuiciar al prójimo? Aquellos a quien yo juzgo, ¿ven en mí los frutos del “buen árbol” que ellos y Dios esperan de mí?

Vicente Martín, OSA

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario