22 febrero 2022

Domingo de la 8ª semana de Tiempo Ordinario – 27/02/2022

 Comentario Pastoral


LO QUE REBOSA EL CORAZÓN LO HABLA LA BOCA

La liturgia de este domingo está dominada por el tema del amor y de la misericordia. Y la lectura del Evangelio arranca con dos versículos, que recogen proverbios sacados del rico repertorio popular, tan cargado de sabiduría y experiencia.

La primera norma sabia de conducta es la siguiente «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?». El hombre para ser guía de otro debe ver, debe tener dentro de sí luz, no puede estar ciego ni pronunciar palabras que conducen a la ceguera, a la incomprensión, a la ruina de la vida del otro.



El segundo proverbio evangélico tiene una orientación más teológica y sobrenatural. «Un discípulo no es más que su maestro; si bien, cuando termina su aprendizaje, será como su maestro». Obviamente, el Maestro a que Jesús alude es a él mismo, que es sincero, humilde y justo, y que no ha venido a ser servido, sino a servir. De sus labios sólo salen palabras que son espíritu y vida. La enseñanza se reduce y concreta en dos palabras: amor y perdón.

Pero son otros muchos los puntos de reflexión que se desprenden del Evangelio de este domingo. Las palabras que pronunciamos son nuestra expresión primordial, explican nuestro obrar, manifiestan nuestro interior. Tenemos que luchar contra la hipocresía y recuperar la sinceridad del corazón.

La corrección fraterna es posible sólo después de una larga pedagogía. «No juzguéis y no seréis juzgados» es una norma ética propuesta por Jesús y una invitación al respeto de los demás para nunca ser juez del prójimo. La ayuda a quitar la mota del ojo de nuestro hermano debe ofrecerse solamente después de que nuestro ojo ha quedado limpísimo.

La liturgia de este domingo es una continua invitación a transformar nuestro corazón en un árbol que dé frutos sanos y buenos. Nos conocerán por nuestras buenas obras, por la bondad que atesora nuestro corazón.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Eclesiástico 27, 4-7Sal 91, 2-3. 13-14. 15-16
Corintios 15, 54-58san Lucas 6, 39-45

 

de la Palabra a la Vida

El fruto de la obra salvadora de Jesús, de su anuncio del Reino y de su misterio pascual es un mundo renovado, reconducido hacia el Padre, transformado por la acción del Espíritu Santo. Es fácil reconocer que eso sólo puede ser obra de Dios. Ni toda la humanidad junta, puesta de acuerdo, sería capaz por sí misma de semejante cosa. Sin embargo, cuando Jesús habla en el evangelio de hoy de los frutos que dan los hombres, o que deben dar, la cuestión se vuelve aún más delicada para acertar.

El tema de los frutos es ciertamente contradictorio. Cada árbol se conoce por su fruto, pero el fruto no es todo lo que se recoge: es necesario también examinar todo lo que se ha recogido para poder apreciar si es o no verdadero fruto. El apóstol no obra tanto por los frutos que obtenga (aunque los desee de corazón) como por una primera y necesaria fidelidad a Cristo. El primer criterio, entonces, para la acción del discípulo es el crecimiento de la propia raíz, antes que el de los frutos: cuando uno busca anunciar la Palabra, obrar conforme a lo recibido, lo primero que obtiene, el primer fruto, es una raíz bien cogida a tierra, es permanecer bien unido a Jesucristo.

Y así evita la tentación de creerse maestro, de ser un ciego que guía a otro ciego, de fijarse en la mota en el ojo ajeno en vez de hacerlo en la viga en el propio. Cuando uno cae en la tentación de mirar por encima del hombro, de creer que puede llevar a otros sin ver, el primer fruto, la propia raíz, no está bien fortalecida.

Sin embargo, al que escucha y acoge la Palabra de Dios, el Señor le convierte en tierra adecuada, preparada para dar fruto abundante. Siempre inmersos en el misterio de Dios, que lo «da a sus amigos mientras duermen», es decir, por pura gracia, los frutos se manifiestan en que lo que vive el corazón se hace visible a los ojos.

Así se entiende bien la celebración de la Iglesia, en la que Jesucristo ha arraigado completamente en la casa del Padre, el verdadero y único sacerdote, Dios y hombre verdadero, puede ofrecer frutos de santificación que transforman nuestro corazón, que den fruto en nuestra vida, por el éxito de su misión. Y así entendemos lo que celebramos, y lo que recibimos cuando celebramos: en la celebración de la Iglesia, el cristiano ha de buscar siempre y en primer lugar frutos profundos, que afecten a su raíz.

La celebración no busca pequeños objetivos, sensaciones pasajeras, experiencias inmediatas, sino que busca arraigar bien en nosotros lo sembrado en el bautismo, busca afectar a nuestra relación íntima con Dios, en el santuario de la conciencia, y hacernos crecer en fe, esperanza y caridad. Así, llenos de esos frutos del amor de Dios, somos enviados a la vida, el lugar propio en el que se recogen los frutos entre los hombres.

Así, la celebración eclesial, la liturgia, nos enseña a no desesperar cuando no se ven frutos en nuestras acciones, pero también nos enseña a no acomodarnos cuando estos frutos vienen con facilidad, y tanto en una situación como en la otra, hace de la oración una acción de gracias: «Es bueno dar gracias al Señor». Quien sabe dar gracias en todo momento, desconfiado del fracaso tanto como del éxito, no sólo pone en manos del Señor su mañana, sino que arraiga profundamente en Él su presente.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Dios habla al hombre a través de la creación visible. El cosmos material se presenta a la inteligencia del hombre para que vea en él las huellas de su Creador (cf Sb 13,1; Rm 1,19-20; Hch 14,17). La luz y la noche, el viento y el fuego, el agua y la tierra, el árbol y los frutos hablan de Dios, simbolizan a la vez su grandeza y su proximidad.

En cuanto creaturas, estas realidades sensibles pueden llegar a ser lugar de expresión de la acción de Dios que santifica a los hombres, y de la acción de los hombres que rinden su culto a Dios. Lo mismo sucede con los signos y símbolos de la vida social de los hombres: lavar y ungir, partir el pan y compartir la copa pueden expresar la presencia santificante de Dios y la gratitud del hombre hacia su Creador.


(Catecismo de la Iglesia Católica, 1147-1148)

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