Señor Jesús, hoy se repite una y otra vez que hemos contaminado las aguas de las fuentes y de los ríos. Sin embargo, nunca deberíamos olvidarnos de dar gracias por el precioso regalo del agua. En ella está la vida. El agua limpia nuestras manchas, mantiene nuestra salud y devuelve el vigor a nuestros cuerpos cansados.
Juan Bautista debía de conocer las frecuentes abluciones rituales que la Ley imponía a su pueblo. No es extraño que bautizara a las gentes en las aguas del Jordán para invitarlas así a una renovación de su vida y sus costumbres. Quienes vivían a la espera del Mesías necesitaban una conversión.
Sin embargo, a las gentes que llegaban hasta la ribera del Jordán, Juan les anunciaba que detrás de él llegaría otro más fuerte y más importante que él. Otro personaje misterioso a quien él estaba preparando el camino. Otro que ya no bautizaría con agua sino con el viento santo de Dios y con el fuego.
Aquellas imágenes no eran casuales. En realidad pertenecían a la memoria más viva de su pueblo. El viento recordaba al Espíritu de Dios que aleteaba sobre las aguas primordiales. El Espíritu de Dios era el origen de la creación de los mundos. Y, a lo largo de los tiempos, dirigía la historia humana.
Po otra parte, el fuego preparaba los alimentos y libraba a las gentes del frío de la noche. Hacía manejables a los metales más duros y purificaba a los que se consideraban precisos. El fuego parecía enardecer y arrebatar a los profetas como Elías. Y en el juicio de Dios consumiría lo inútil y dañino de la existencia.
Señor Jesús, en estos tiempos de frivolidad, necesitamos recuperar la fuerza de aquellas imágenes proféticas. Ayúdanos a redescubrir la presencia y la fuerza de tu Espíritu. Concédenos la humildad necesaria para dejarnos guiar y purificar por el. Y para exhortar a nuestros hermanos a seguir sus indicaciones. Amén.
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