29 enero 2022

Domingo IV del Tiempo Ordinario (Ciclo C) (30 de enero de 2022)

 Jer 1, 4-5. 17-19; I Cor 12, 31-13,13; Lc 4, 21-30

Prepárate para decirles todo lo que yo te mande (Jer 1, 17). La fe, la esperanza, el amor. La más grande es el amor (I Cor, 13,13). Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4, 21).

En torno al año 627 Jeremías un joven de poco más de veinte años recibe de parte de Dios la misión de predicar a su pueblo que se ha corrompido y ha perdido la fe a causa de las alianzas que sus gobernantes con los pueblos paganos circunvecinos. Prepárate para decirles lo que yo te mande y no les tengas miedo (Jer 1, 17). Es la orden que recibe del Señor. Ésta es también la misión de Jesús y ahí lo hemos visto en el pasaje evangélico que acabamos de leer. Igual que el profeta Jeremías tuvo sus fracasos en su predicación, tampoco Jesús tuvo éxito en su primera intervención ante sus propios paisanos de Nazaret, que sólo querían ver milagros, como los había hecho en otros lugares. Jesús para ellos sería el hijo del carpintero José que había adquirido unas capacidades inexplicables. Y porque no los hace quieren tirarlo por un barranco.

Estamos ante los profetas de verdad y los falsos profetas; éstos son los que dicen lo que la gente quiere oír y, sobre todo, lo que halaga al oído de los poderosos, buscando su aplauso y su premio. Sin embargo, los profetas verdaderos resultan incómodos y provocan una reacción en contra, cuando en su predicación tocan temas incómodos, poniendo el dedo en la llaga de alguna injusticia, situaciones de infidelidad o hechos que merecen desaprobación. Tanto el profeta Jeremías como Jesús lo hicieron muchas veces y allí estaban los que se sentían heridos y querían venganza, llevando a uno a la mazmorra y al otro a la Cruz; pero ambos continuarán gritando la verdad desde las páginas del Antiguo y Nuevo Testamento.

Un segundo tema nos lo ofrece San Pablo en la segunda lectura. Es el canto al amor, el amor humano, abierto plenamente a Dios, un Dios verdadero que se define a sí mismo como Amor. Muy probablemente, su lectura le ha hecho recordar a muchos de ustedes el día de su boda, porque la habían escogido para la ceremonia. Seguramente que recordarán aquello de que: El amor es paciente, es benigno, el amor no tiene envidia…, no se engríe…, no es egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal… goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca (I Cor 13, 4-8). El Apóstol termina diciéndonos que el amor verdadero deberá ir acompañado de estas otras dos virtudes cardinales: la fe y la esperanza. Pero la más grande es el amor (I Cor 13).

El amor predicado por San Pablo en su Carta se nos presenta en medio de una serie de exigencias. Pero, sabemos que, si hay algo que puede llenar de sentido nuestras vidas, ese algo es el amor. Un amor que no es algo abstracto, sino el amor de Alguien, con mayúscula, es decir, el mismo Dios que sabemos nos ama, porque Él mismo nos lo ha revelado y, además, nos ha dicho que lo amemos a Él y a nuestro prójimo; y cuanto más cercano es el prójimo, mayor deberá ser nuestro amor. La oración inicial nos lo mostraba claramente, al pedirle: “Señor, concédenos amarte con todo el corazón y que nuestro amor se extienda a todos los hombres”.

Hoy podríamos preguntarnos: ¿Es ése nuestro programa de vida? ¿Somos tolerantes, de buen corazón? ¿Construimos unidad? ¿Sabemos “poner aceite” en las junturas de nuestras relaciones familiares, sociales? ¿Sabemos cerrar un ojo o los dos ante los defectos de los demás? ¿Sabemos disculpar, aguantar sin límites?…

Nos queda el mensaje del evangelio que hemos leído. Vuelve Jesús a su pueblo, Nazaret, después de haber iniciado su misión con éxito lejos de allí; ahora ellos esperan los portentos que, según contaban, habría hecho fuera. Pues bien, tras leer el pasaje del profeta Isaías “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres a proclamar a los cautivos la libertad, a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos” (Is 61, 1-2), les dice: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4, 21).                                                                                                                                                               

Su comentario fue impactante. Hubo reacciones opuestas: unos admiraban su facilidad de palabra y lo acertado del comentario; otros querían empujarlo al precipicio. Y todos, en su extrañeza, comentaban: ¿No es éste el hijo de José? (Lc 4, 22) Frustrada la esperanza de que se pusiese a hacer milagros, como los que había hecho en otros lugares, acabó por decepcionar a la inmensa mayoría, al punto de querer acabar con él. La historia se repite con harta frecuencia: son muchos los que desafían a Dios, al exigirle el milagro -dicen- para creer en Él. No les basta con que lo haya hecho con muchos otros y de muchas otras maneras a lo largo de más de dos mil años de historia, para que den su brazo a torcer. ¡Qué pena!

Vista la mala acogida de sus compaisanos, Jesús hace recaer la culpa sobre ellos y se irá a otras gentes mejor, dispuestas a recibir la palabra de Dios. La repulsa de los suyos fue ocasión para cumplir un gesto de ecumenismo: todos, absolutamente todos, han sido llamados a acoger el mensaje de Jesús. Los que están fuera pueden entrar; los que están dentro podrían hacerse merecedores de ser arrojados fuera por haber abandonado su compromiso. Dios no hace distinción de personas y lo único válido a sus ojos es la disposición del corazón. Por eso, ningún país, raza, época, o persona puede reivindicar el monopolio del Evangelio.

El que tiene un bien, debe comunicarlo. Quien posee a Dios, debe comunicar a Dios. El apóstol San Pablo se consideraba reo de culpa si no anunciara el mensaje de Cristo: ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! (I Cor, 9, 16). Ahora bien…, ¿Cómo creerán en Aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo oirán hablar de Él sin nadie que anuncie? (Rom 10, 14). La obligación de anunciar nos corresponde a todos, sea cual sea el puesto que ocupemos en la Iglesia; además de la palabra, hablada o escrita, tenemos el testimonio de una vida ejemplar que es la base fundamental en que se apoyan nuestras palabras. Todo creyente, por el hecho de serlo, es también un apóstol. Como a Jeremías, a cada uno de nosotros nos dice el Señor: Prepárate para decirles lo que yo te mande (Jer 1, 17).

Teófilo Viñas, O.S.A.

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