Adviento, antes que tiempo litúrgico, es una actitud teologal que los cristianos hemos de tener a lo largo de la existencia. El tiempo litúrgico no es más que una mediación para espabilar la esperanza, como el Día de la Familia no es nada más que una oportunidad para avivar el afecto y la unión que han de durar todo el año. Adviento es reavivar la actitud de apertura a un futuro mejor que Dios nos ofrece siempre. He aquí una actitud fundamental para el discípulo de Jesús. Vivir en adviento es ponerse en actitud de éxodo, de superación, de querer alcanzar nuevas etapas en el camino hacia la meta; es tomar conciencia de que la persona, el cristiano, la familia, la comunidad, como el avión o la bicicleta, sólo se mantienen en pie avanzando; es concienciarse de que detenerse, en sentido psicológico y espiritual, es estrellarse; es tomar conciencia de que «esto no puede seguir así».
Vivir en adviento es emprender el éxodo hacia una tierra de promisión siempre mejor. Helder Cámara lo definía como partir, al modo de Abrahán, dejando casa y patria, llenas de seguridades rutinarias, para caminar hacia una vida personal y comunitaria nuevas: «Es, ante todo, salir de uno mismo, romper la coraza del egoísmo que intenta aprisionarnos en nuestro propio ‘yo’. Es dejar de dar vueltas alrededor de uno mismo… La humanidad es más grande, y es a ella a quien debemos servir. Partir es, ante todo, abrirse a los otros, ir a su encuentro; abrirse a otras ideas, incluso las que se oponen a las nuestras. Es tener el aire de un buen caminante».
Porque esto tiene que cambiar. Y cuando decimos «esto», decimos todo lo que se refiere a nuestro entorno vital y social, por muy bien que vaya, por la sencilla razón de que tanto la vida personal como la vida social, si es vida, ha de ser evolutiva. ¿Lo tenemos en cuenta al hacer la «carrera» de la vida? ¿Qué recorrido hemos hecho en el año litúrgico que terminó el domingo pasado?
En una tertulia en que intervenía Ortega y Gasset saltó el tema de lo que habían cambiado los contertulios en la última etapa de su vida. Cada uno ponía de relieve los cambios más significativos. Uno de los contertulios comentó: «Yo llevo prácticamente treinta años sin cambiar nada. Le he cogido el tranquillo a la vida, y ahí sigo». «¿Cuántos años has cumplido?», le pregunta Ortega y Gasset. «Tengo 64». «No, le replica, tú no tienes 64 años, tú tienes 64 veces el mismo año».
Para este hombre la vida era un velódromo en el que no hacía más que dar vueltas al mismo circuito, en lugar de ser una escalada. Dar vueltas siempre al mismo circuito es un pecado grave contra uno mismo, contra el impulso vital de crecer, contra la urgencia del Espíritu que nos apremia igualmente a crecer, contra la comunidad a la que nos debemos y, en definitiva, contra la historia de salvación de la que somos deudores. Estancarse es pecar de haraganería, frustrar el proyecto de Dios y las esperanzas de los hombres; es enterrar los talentos para ahorrarse preocupaciones (Mt 25,14-30).
En el pasaje evangélico Jesús habla de la desintegración apocalíptica del universo, pero no malinterpretemos; lo que Jesús quiere decir es que él, primordialmente, viene a desintegrar el viejo mundo contaminado de maldad que hemos construido entre todos, para construir un mundo nuevo, una humanidad nueva, su Reino. Esto tiene que cambiar. Pero, ¿es que no tenemos nada bueno? No se trata de eso. Aunque abunden las realidades buenas y hagamos muchísimo bien, esto tiene que cambiar por la sencilla razón de que Dios quiere para nosotros una vida mejor, una familia mejor, un grupo y una comunidad mejores, una sociedad y una Iglesia mejores. Esto tiene que cambiar porque falta mucho para que realicemos íntegramente el plan de Dios y porque lo exige la dinámica cristiana de constante superación.
Vivir y celebrar el Adviento es ponerse ante Dios y preguntarle: ¿Qué ofertas nuevas nos haces, Señor? ¿Qué proyectos nuevos presentas a cada uno, a nuestra familia, a nuestra comunidad, a nuestro mundo laboral? ¿Cómo podemos llevarlos a cabo? ¿Qué quieres, Señor, que hagamos? (Hch 22,10). Todos tenemos adicciones y esclavitudes de las que hemos de liberarnos y libertades que hemos de conquistar.
LA REVOLUCIÓN EMPIEZA POR CASA
Sentimos que muchas cosas deberían cambiar. Pero, a la hora de verificar el cambio, es fácil escurrir el bulto con escapatorias. Es preciso decirse uno a sí mismo, la familia a sí misma, el grupo a sí mismo: Soy yo, somos nosotros los que hemos de cambiar. Es aleccionadora y alentadora la confesión del sufí Bayacid: «De joven yo era revolucionario, y mi oración consistía en decir a Dios: ‘Señor, dame fuerza para cambiar el mundo’… Años después: ‘Señor, dame la gracia de transformar a cuantos entran en contacto conmigo’… Ahora que tengo los días contados, mi única oración es la siguiente: ‘Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo'».
Vivir en adviento no es esperar a que cambie el otro o los otros, ni esperar a que sean otros los que cambien las estructuras, sino comprometerme a cambiar yo, a cambiarlas yo. ¿Nos imaginamos lo que hubiera cambiado nuestro entorno si nosotros hubiéramos cambiado, si en vez de ser simplemente buenos, hubiéramos sido mejores?
Adviento es aceptar la oferta del Señor Jesús de una vida nueva. La conversión no se reduce a pequeños retoques, implica un cambio profundo. Supone cambiar algunas claves
de interpretación. El Señor me ofrece una vida de paz, de felicidad, que brota de la entrega: «Hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35).
Quizás busco demasiado afanosamente las seguridades terrenas y sociales, acumular bienes económicos, poder consumir con abundancia, relevancia social… Es posible que me esté dejando arrollar por un activismo desbordado y desbocado que me impide saborear la vida, la convivencia, la amistad, el sosiego interior, la oración. Esto hace que me esté «desviviendo», en el peor sentido, es decir, maltratándome en lo profundo de mi ser. El Señor me ofrece su paz (Jn 14,27), otro alimento y otra contemplación.
DIOS NOS AYUDARÁ A CAMBIAR
Celebrar el Adviento es avivar la fe de que Dios está con nosotros para hacer realidad los proyectos que Él nos ha inspirado por su Espíritu. Es creer que «para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37). Es esperar que aquí va a pasar algo porque Dios puede cambiar el desierto en vergeles. Si vivimos de verdad en adviento habrá una verdadera Navidad, porque nacerá algo nuevo en nosotros. Tendremos una experiencia nueva de Dios, de la vida, de nuestros prójimos. Ésta es la promesa que el Señor nos hace solemnemente al comienzo del Adviento. Y Él (lo sabemos muy bien) no falla.
Como el pueblo de Israel, también nosotros estamos esperando al Mesías, pero en su segunda venida, venida gloriosa, como consumador de la historia. Hemos de esperarle en actitud vigilante, activa y renovadora, llevando a cabo la tarea que nos ha encomendado mientras vuelve. Si aceptamos las liberaciones que en el tiempo nos ofrece el Señor, si nos empeñamos en continuar su obra liberadora, gozaremos de la liberación definitiva que ofrecerá al final de los tiempos. La esperanza cristiana no tiene nada que ver con la simple espera, el aguardar con los brazos caídos a que venga el tren que nos lleve a la otra vida. La esperanza cristiana alienta la entrega y la responsabilidad (Cf. Mt 24,45-51).
Atilano Alaiz
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