1.- Amar a Dios es relativamente fácil: es una realidad tan invisible, nos exige tan
poco que –conquistarle a nuestra manera- (como dirían los jóvenes) ¡está chupado!
Pero ¿le amamos como El quiere? ¿Le cortejamos como El merece? ¿Le festejamos
totalmente? ¿Le buscamos desde abajo y con los de abajo?
Si, amigos; porque mirar hacia arriba, pensar en alto o en voz baja en Dios, no es
muy comprometido a simple vista. Hacerlo, a través de la aduana de los hermanos;
advirtiendo al que está en frente de mí como a un hermano (en el trabajo, en la
vecindad, en la política, en la profesión, en el día a día) es todo un reto. Esa es la
palabra: amar al prójimo, en muchísimos momentos, se convierte en todo un reto.
En una utopía. A veces, en algo insalvable y muy embarazoso que pone a prueba la
autenticidad o falsedad de nuestra fe.
Pero, el Señor, nos advierte: el amor de Dios se filtra por el hombre y, el amor al
hombre (el auténtico, que no conoce límites ni tregua, ni descansa –como diría San
Pablo) tiene su origen y su fuente en Dios.
Lo curioso del Evangelio de hoy es que, el escriba, parecía preguntar con cierta
“sorna” a Jesús sobre la Ley. ¿O es que nosotros no somos conocedores del
precepto sobre el que hurgaba el escriba? ¡Por supuesto que sí! Lo que ocurre es
que, aún estando al tanto, damos tanto margen a la grandeza de Dios, a su infinito
corazón de “padrazo” que, hasta llegamos a concluir para nuestros adentros:
“bueno; aunque falle con aquel, con aquella; aunque no perdone; aunque no olvide
ofensas….Dios ya sabe por qué fallo; por qué no perdono o por qué no olvido los
agravios”. Es el Dios a nuestra medida. El Dios de nuestras débiles y pobres auto
justificaciones.
2.- Con el evangelio en la mano, la Palabra de Dios, nos invita a volcarnos con el de
arriba y con el de abajo; a sonreír al guapo y al feo; a ayudar al que me cae bien y
al que me cae mal; a perdonar al que está lejos y al que tengo cerca; a entregarme
con el alegre y con el triste; con el pobre y con el rico; con el que me cae bien y
con el que tengo (por grandes o por pequeñas cosas) atragantado.
¡Escucha, hermano mío! Nos dice Jesús en el Evangelio de este día. Ya sé que
eres sabedor de los Mandamientos de mi Padre; que intentas amarle (aunque a
veces lo olvides); que respetas su nombre (aunque algunos lo maldigan y
blasfemen); que miras al cielo (aunque andas demasiado pendiente de lo que
ganas en la tierra).
¡Escucha, hermano mío! Nos repite, Jesús: No arrincones ni el amor a Dios, ni
tampoco el amor a los hombres. No te justifiques diciendo: ¡no puedo más! ¡Ya he
cedido bastante! ¡Ya estoy canso de ser yo siempre quien perdone, quien se
acerque, quien haga borrón y cuenta nueva, quien ponga la segunda mejilla!
¡Escucha, hermano mío! Nos responde Jesús: yo también ofrecí la segunda
mejilla; compartí la mesa con el que me traicionó y hasta me fié de quien, en las
horas más amargas de mi vida, tres veces me negó. Pero los amé con locura.
¿Sabéis por qué? Porque eran hermanos míos. Hijos de un mismo Padre. Y, por mi
Padre y porque sé que le agrada a mi Padre, los amé con la misma fuerza que os
amo a vosotros.
3.- Que esta eucaristía, con la escucha atenta del Evangelio, nos ayude a descubrir
esas dos vías que –juntas y en paralelo- van derechas a la gloria que Dios nos tiene
prometida: verle y contemplarle cara a cara por el amor que le tributamos en la
tierra y porque, en el hermano, supimos honrarle, cuidarle y respetarle. ¡Escucha,
hermano mío! ¡No lo olvides!
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