19 octubre 2021

DOMINGO TREINTA (Mc.10,46-52) de Pedro Heredia Martínez

 En nuestro mundo moderno estamos muchos ciegos que no vemos, como el ciego de Bartimeo del Evangelio. Quizá el número de ciegos voluntarios, sea mayor que el número de ciegos físicos.

Hay mucha gente que no quiere ver. (creen que cuanto menos se vea, mejor; más tranquilos vivimos).
Hay otra mucha gente que no le interesa ver. No quieren complicarse la vida.
Otra gente cree que para lo que hay que ver, mejor estar ciegos.
No queremos que nos quiten la ceguera. “”déjame en paz”, nos suelen responder, cuando decimos a otro: “¿pero es que no ves, mi hijo?”
No aceptamos que otro nos eche una mano, que nos ayude a abrir los ojos a la realidad que estamos viviendo. “Teniendo ojos no queremos ver”, decía Jesús (Mc.8,18).
Algunos ven pero padecen de una grave miopía y sólo pueden dirigir su mirada al círculo pequeño de su propio yo. No ven más allá de sus propias narices.
Y porque somos ciegos voluntarios; por eso constantemente caemos en los mismos errores y tropezamos en los mismos obstáculos.
Esta ceguera voluntaria la vemos:
En nuestros propios gobernantes que parece que no quieren ver los problemas reales y graves por los que están pasando nuestros pueblos. Sólo ven desde la mesa de sus despachos y bajos los ojos de sus intereses políticos. Se necesitan gobernantes con los ojos bien abiertos para que, viendo la verdadera problemática que está sufriendo el pueblo, puedan darle la respuesta adecuada.
En nuestras propias familias. Los padres no quieren ver la problemática que están viviendo sus hijos ni a los hijos les interesa que los padres les hablen ni les abran los ojos ante los peligros que hoy la vida les presenta. Necesitamos todos tener los ojos bien abiertos para no tener ni repetir las meteduras de pata que tanto dañan nuestra vida y nuestro hogar.
En nuestra misma Iglesia que no terminar de querer abrir los ojos ante nuestro mundo de hoy porque eso le exigiría un cambio profundo aún en sus mimas estructuras. La Iglesia tiene que abrir bien los ojos, si quiere dar un mensaje que llegue a nuestra gente de hoy: “ningún ciego guía a otro ciego” (Mt.15,14).
No podemos seguir permitiéndonos el lujo de caminar ciegos por este mundo; necesitamos caminar bien despiertos porque las trampas que se nos ponen para caer son bastante abundantes. Necesitamos gritar, como el ciego Bartimeo: “Señor, que vea” (Mc.10,51).

2.- El ciego del evangelio sabía por experiencia propia los resultados de su ceguera y, por eso, grita para recuperar su visión. La ceguera le había hecho caer en el mundo de la marginación, de la miseria, del abandono, del desprecio de los otros y de la incapacidad de vivir una vida normal. Sabía muy bien que tener los ojos cerrados le había acarreado muchos males. Por eso grita: “Señor, que vea”.
Como decía en su soneto López Gorje:
“Dame, Señor, tu mano. Dame el viento
que arrastra a Ti a los hombres desvalidos.
O dime dónde está, para buscarlo.

Que estoy ciego, Señor. Que ya no siento
la luz sobre mis ojos ateridos
y ya no tengo Dios para adorarlo.”

El ciego del evangelio, cuando se deja ayudar por Jesús y recobra la vista, su vida cambia y hasta empieza a seguirle.
Quien cree en Jesús no puede caminar en la ceguera porque Jesús, como él mismo nos dice, “ha venido para que los que no ven, vean” (Jn-9,39).
La experiencia de tantos porrazos como hemos recibido por ir ciegos en la vida, nos debe hacer reaccionar de una vez para siempre. Es el país, la familia, nuestra vida los que están en juego.
No podemos seguir con los ojos cerrados; nos jugamos mucho. Todos necesitamos decirle a Jesús: “señor, que vea”.

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