14 septiembre 2021

Pautas para la homilía del domingo 19 de septiembre

 

¡Qué triste pensar que todo lo sabemos, qué todo lo controlamos…!

Por eso, cuando alguien se atreve a llevarnos la contraria, pensamos, hay que hacerle callar, hundirlo como sea y, normalmente, no se hace con razones, con argumentos, se hace con el insulto, la calumnia, la fuerza.

Cuando alguien interrumpe, juzga y pone en entredicho nuestro objetivo, nuestro proyecto, nuestras creencias, pensamos en cómo hacerlo desaparecer, antes de plantearse la necesidad, quizá, de escucharlo. 

No escuchar al otro significa falta de aprecio, consideración, oportunidad, pobreza por nuestra parte, nos encerramos en nosotros mismos y, consecuentemente, empequeñecemos nuestras capacidades y nuestra misma condición de seres humanos. ¿Esto es algo extraño? No, por desgracia. Desde la soberbia, por miedo, inseguridad, envidia, adoptamos posturas que justificamos como dice el libro de la Sabiduría: “Lo someteremos a ultrajes y torturas, para conocer su temple y comprobar su resistencia. Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues según dice, Dios lo salvará” (2, 19-20)

El sabio escucha, el sabio medita, el sabio contempla, el sabio acoge, el sabio tiene presente a Dios que es quién le inspira su respuesta; no es su necesidad, ni su seguridad, ni su deseo, la razón de su vida.  El sabio sabe lo que es y significa la confianza, confiar.

¡Qué mala es la envidia!

La envidia, esa mirada oblicua, rencorosa y doliente, que no actúa desde la concordia, la misericordia, la imparcialidad, con sabiduría (Sant 3, 16-4,3; Sab 2, 12.17-20).

La envidia, la rivalidad, son razón de unas relaciones dañinas. La sabiduría, sin embargo, es apacible, comprensiva, conciliadora, misericordiosa, da buenos frutos, imparcial y sincera… (Sant 3,17)

Es un trastorno, un sin sentido, una vida insatisfecha, ambicionar y no tener, envidiar. La envidia anida en el corazón, es razón de mucha tristeza… Hay una definición del filósofo Kant en su Metafísica de las costumbres sobre la envidia que nos ayuda a comprender lo perjudicial de la misma: “Las bases de la envidia, por tanto, están en la naturaleza del hombre, y solo la explosión evidente de ese sentimiento es lo que le hace caer en el odioso vicio de una pasión triste, que acaba martirizando a quien la prueba, y que tiende, al menos en el deseo, a destruir la felicidad de los demás; consecuentemente es contraria tanto al deber respecto de sí mismo como al deber en relación con los demás.”

Pedid, pero pedid bien, no sólo pensando en vuestro bien particular…  (Sant 4,3)

¡Qué error no escuchar, no enterarse de lo que tenemos delante de nuestros ojos!

Hubo momentos y espacios que Jesús dedicó especialmente a sus discípulos… se les suponía más preparados para entender cosas que los demás no podían pues carecían de referencias y experiencias consecuencia de una convivencia y relaciones más estrechas… Pero los discípulos parece que eran selectivos a la hora de enterarse de aquello que el Maestro les hablaba.

Jesús anuncia, es el segundo anuncio, cuál va a ser su destino consecuencia de su obrar y respuesta del ser humano que ve amenazada su seguridad, su poder, su verdad. Los discípulos, tienen su cabeza y su corazón en otro sitio. Demasiado, quizás, centrados en sí mismos. Cada cual a lo suyo… ambicionando su seguridad, su poder, su verdad. Oían, no escuchaban, no podían entender, por tanto, lo que Jesús les decía, pero tampoco preguntaban por si acaso, lo que nos hace pensar que algo intuían. Ya sabéis eso de “ojos que no ven, corazón que no siente”, lo que no se sabe, no lo hemos oído, no nos compromete. Vamos a asegurarnos el primer puesto

Parece evidente que los discípulos pensaban lo contrario que su Maestro. La causa que movía a Jesús (los últimos de esta tierra, los “niños”), no era lo más importante para sus discípulos. Cada uno pensaba en sí mismo.

Invito a la reflexión de las siguientes cuestiones:  Primera, entender que significa servir y hacerlo por amor. Segunda, qué significa “ser como niños”. Tercera, acoger y sentirse acogido: “El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado” (Mc 9, 37).

Fr. José Luis Ruiz Aznarez OP

Fr. José Luis Ruiz Aznarez OP

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario