07 septiembre 2021

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo B) (12 de septiembre de 2021)

 (Is 50,5-9a; Sant 2,14-18; Mc 8,27-36)

«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho» (Mc 8,31).

La palabra de Dios nos enfrenta este domingo con la cuestión que es la clave de nuestro cristianismo: ¿quién es Jesús para nosotros? La pregunta nos la hace el mismo Cristo, como entonces se la dirigió a sus discípulos.

Seguro que no es la primera vez que la escuchamos. Pues bien: hemos sido bautizados en el nombre de la Santa Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo; hemos sido instruidos en las enseñanzas de Jesús; por los sacramentos participamos de la gracia salvífica de Dios; procuramos llevar una vida ordenada según el espíritu del Evangelio, a pesar de nuestras caídas en el pecado. Todo ello nos identifica como cristianos, discípulos de Jesús. Si perseveramos en el propósito que el Padre Dios nos ha inspirado, siguiendo a Jesús en nuestra vida terrena, seremos invitados a ocupar un puesto junto a Cristo en el Reino de los cielos.

Nos preguntamos ¿qué más podemos y debemos hacer para obtener la salvación, la vida eterna? No se trata tanto de multiplicar los actos religiosos o de cumplir todas las normas de la forma más acabada y perfecta, sino de una cuestión de intensidad y fervor en el seguimiento de Jesús; y de acrisolada calidad en el discipulado.

Este pasaje, que tiene lugar en Cesarea de Filipo, constituye “el punto más alto y decisivo en todo el evangelio de Marcos” (Schmid, El evangelio según san Marcos, Herder, 224). Después de un tiempo de anunciar el comienzo de la instauración del Reino de Dios –anuncio acompañado por señales portentosas– , parecía que Jesús iba logrando adhesiones entre el pueblo, pero que mostraron tener poco arraigo. En este momento de su misión, la generalidad de la gente vuelve la espalda a Jesús, que se retira fuera del territorio de Israel para instruir con calma a sus discípulos más cercanos. En el evangelio de Juan, se marca un momento de ruptura después del discurso del pan de vida (Jn 6,60).

La piedra de toque es el concepto de Mesías que se ventila. Los judíos esperaban del Mesías la salvación para el pueblo; Jesús había venido como Mesías de Dios para traer la salvación: ¿qué faltó para que hubiera entendimiento entre ambos? Faltó el ponerse de acuerdo en el concepto de Mesías. Pues para los judíos, el Mesías había de restaurar el reino de David, expulsar a los romanos, extender las fronteras de Israel, darle la supremacía sobre los reinos de la tierra, que reconocieran al Señor como Rey del mundo: un Mesías poderoso, avasallador, glorioso, que impondría por la fuerza la ley y la justicia. Pero Jesús tenía otras intenciones, según los proyectos de Dios, cuya voluntad era su alimento (Jn 4,34). Por eso declaró a Pilato que su reino no era de este mundo (Jn 18,36), de manera que no había de temer que le fuera a arrebatar el poder. No era un reino terreno lo que Él había venido a fundar, sino el Reino de Dios: un reino celeste en el que había de integrarse armoniosamente la sociedad de los hombres; un reino que es fundamentalmente obra de Dios, en la que colabora el hombre poniendo a disposición de Dios todo su ser, en una actitud de humillación (pues el hombre es como nada ante Dios –Is 40,17). La máxima expresión de la entrega del hombre a Dios es Jesucristo crucificado, que entrega su vida entera en manos del Padre con la esperanza puesta en Dios –que no defrauda– de obtener la plenitud de la vida.

En cambio, desde que el hombre es hombre, ha tratado de construir el reino de la tierra guiado por su inteligencia, impulsado por su fuerza (así entendían los judíos al Mesías, como príncipe divino). Primero, procurándose la provisión de alimentos, luego la acumulación de riqueza, después la mejora del estado del bienestar. Paralelamente, ha buscado incrementar su poder sometiendo a sus congéneres, extendiendo sus dominios y enriqueciéndose a toda costa; incluso imponiendo a la fuerza a los de su propia comunidad sus propias convicciones, conductas y estilos de vida. No será así entre vosotros –dirá Jesús a sus discípulos– : el que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor (Mc 10,43).

¿Servir? ¿Cómo? Como el Hijo del hombre, que dio su vida de la forma más radical, no por masoquismo sino como el grano de trigo (Jn 12,24), multiplicándose en beneficio de la comunidad.

Ahí es donde nos lleva Jesús hoy. ¿Quién es un discípulo aplicado de Jesús? Bien está creer y practicar, pero el verdadero discípulo de Jesús trata de imitarlo en su entrega generosa pues esto es lo que se ajusta a la voluntad del Padre y a la conducta del Hijo para que tengamos vida en abundancia (Jn 10,10). Si confiamos en Dios y caminamos en su presencia, nuestro Dios compasivo nos salvará (Sal 114/116,8-9).

Modesto García, OSA

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