En cierta ocasión –nos recuerda el evangelio- Jesús preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos le responden: un profeta. Pero no era esto lo que más le interesaba saber, sino: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? ¿Qué pensáis vosotros de mí, vosotros, que habéis convivido conmigo? Porque es indudable que ellos tenían que tener más elementos de juicio: un conocimiento más próximo y completo de él, el conocimiento que da la vida compartida o la convivencia. La pregunta pedía, además, una respuesta personal: cada uno podía tener su propio juicio de Jesús, un juicio que no tenía que coincidir necesariamente con el de los demás.
El único en responder entre los discípulos interrogados fue Pedro, y lo hace como si fuera el portavoz de los otros. Jesús ya no reclama más respuestas del resto. Pedro le había contestado: Tú eres el Mesías. Parece entender, por tanto, que Jesús no es un simple profeta, sino algo más. Profetas había habido muchos en su historia reciente y remota, unos mayores y otros menores, pero muchos. Mesías, el Mesías, no podía ser sino uno: alguien ungido por el Espíritu y enviado por Dios para llevar a cabo una misión singular, de carácter salvífico, si bien esa salvación podía ser entendida de diferentes maneras.
Jesús acepta la respuesta de Pedro, pero inmediatamente añade una prohibición y una instrucción: la prohibición de difundir este título para no poner trabas a la realización de su misión, mesiánica, pero no a la manera de los hombres, sino de Dios; y la instrucción que le permite aclararles el sentido exacto de su mesianismo; porque el Hijo del hombre, esto es, el Mesías por ellos reconocido, cumplirá o completará su tarea en la tierra con una pasión en la que habrá condena por parte de las autoridades judías y ejecución de esa condena. Finalmente alude a una misteriosa resurrección al tercer día. Esto quiere decir que en la vida del Mesías habrá muerte (y sensación de fracaso), y que la victoria sólo acontecerá tras la muerte.
Así concibe el Mesías el término de su trayectoria vital. No les presenta, por tanto, un camino de triunfos, sino de contradicción. Pedro es de tal manera consciente de esta perspectiva sufriente que se lo lleva aparte y se pone a increparlo. En ese instante, Jesús se vuelve a todos, porque todos deben oírlo, y le dice a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios.
Pretender que la misión del Mesías sea de otra manera –quizá con recurso a la violencia o sirviéndose de su poder milagroso o mediante las artes de la política o de la diplomacia- es pensar como los hombres (buscando eficacias inmediatas y triunfos que validen la misión), no como Dios; porque, paradójicamente, el camino del Todopoderoso no es imponer su reino con un acto de poder, sino incorporar a su reino con un acto supremo de amor, un acto en el que el amor sea evidente, tan evidente que atraiga irremisiblemente a quienes tengan ojos para ver y sensibilidad para sentir.
Es la fuerza del amor frente a la fuerza de la coacción. Y la fuerza del amor hace mártires, no súbditos; hace convencidos, no vencidos; hace amigos dispuestos a morir con y por el amigo. Lo que Jesús espera de sus discípulos no es sólo una confesión de fe como la de Pedro, sino la comprensión correcta de esa confesión y la asunción de los compromisos que conlleva: negarse a sí mismo, cargar con la cruz y seguirle. Por tanto, fe y seguimiento por el camino marcado por él con su vida mesiánica: camino en el que siempre está presente la cruz que está exigiendo permanentemente la negación de uno mismo. Toda cruz implica negación de sí.
Aquí están las obras exigidas por la fe de la que habla Santiago, cuando dice: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? Santiago se dirige a los que dicen creer, a los que recitan convencidos el credo de la Iglesia. Dicen creer, pero no tienen obras –se entiende obras que acreditan la fe que dicen tener-. ¿Qué obras son ésas? ¿No bastará para demostrar que tenemos fe con nuestros actos de fe: oír misa, rezar, recitar el credo, dar gracias a Dios, acoger la Escritura como palabra de Dios, etc?
Según Santiago, no bastan estos actos de fe sincera. Las obras que debe tener la fe para que esté viva no son, como pudiera parecer, los actos de fe, sino los actos de caridad. El ejemplo propuesto por Santiago no admite dudas: Supongamos que veis a alguien sin ropa y falto de alimento… y no le dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Dar lo necesario para el cuerpo a una persona necesitada es un acto de caridad; no es inmediata o directamente un acto de fe, aunque la suponga, sino de caridad o de misericordia.
Luego una fe, por muy intensa y viva que parezca, porque lleva consigo mucha práctica religiosa, si no va acompañada de tales obras (de caridad) está muerta por dentro. No lo parecerá, pero lo está. La afirmación del apóstol es rotunda y atrevida. Y es que la fe que no fructifica en obras de caridad es de muy dudosa calidad. Es tal la confianza que a Santiago le merecen las obras que llega a decir: Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe; te probaré, por tanto, que confío en Dios entregando mis bienes; te probaré que creo en Jesús como Hijo de Dios negándome a mí mismo, cargando con mi cruz o ayudando a llevar la cruz a un hermano; te probaré que amo a Dios cumpliendo su voluntad y renunciando a lo que Él me pida.
Una fe sin obras (y no sólo sin práctica religiosa) no puede salvar. Salva la fe que nos lanza a salvar. Salva la fe que crea espacios de misericordia. Salva la fe que construye el reino de Dios mediante actos de amor. Salva la fe que nos impulsa a seguir a Jesús en su misión salvadora o mesiánica. Sólo la fe que impulsa por este camino está viva. Una fe que no mueve está muerta, o al menos moribunda, porque carece de fuerza motriz.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario