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Exaltación de la Santa cruz
Desde el primer Viernes Santo, la cruz es nuestra señal, nuestra victoria. En ella recordamos la pasión y muerte de Jesús: “Lo arrancaron de la tierra de los vivos; por los pecados de mi pueblo lo hirieron”. Pero, sobre todo, es trono de exaltación; así lo canta la liturgia: “Oh cruz fiel, árbol único en nobleza”, “Este es el árbol de la cruz en que estuvo clavada la salvación del mundo”.
La fiesta es llamada de la exaltación, y así lo proclama la Palabra. Aparece la imagen de la serpiente del desierto; mirarla era quedar curado. Recoge la expresión el Evangelio: “Como Moisés en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Lo comenta San Pablo: primero, “se despojó de su rango”, en la Encarnación; luego, “se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz”; y, por eso, “Dios lo levantó sobre todo, de modo que toda lengua proclame “Jesús es el Señor”. Mirar a Jesús en la cruz es contemplar la paradoja: es suplicio e ignominia de esclavos, y resulta una exaltación. Muere el inocente, y carga con los pecados de todos. Es condenado, y él no condena sino que perdona. En el mayor dolor brilla el mayor amor.
Jesús acepta la cruz por obediencia. Asume el mal que le lleva a la cruz y lo destruye con el poder de su amor. Por eso, a los cristianos solo nos queda contemplar, mirar, agradecer, adorar, aceptar esta cruz. Lo contrario sería banalizar, frivolizar la cruz; por ejemplo, cuando llevamos cruces ostentosas, lujosas, que desdicen del varón de dolores; cuando, rutinariamente, la repetimos, como un garabato, sobre nuestro rostro; cuando la colocamos, repetidamente, y la multiplicamos sin sentido. Seguimos a Cristo, y aceptamos nuestra cruz; nada de espiritualidades exageradas de victimismos y dolorismos; si de verdad nos disponemos a amar, nos llegará, y pronto, la cruz. Pues esa es nuestra cruz. No busquemos otra.
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