Una fiesta que alegra nuestro verano
La fiesta de hoy es una de las más populares y consoladoras de las que la Iglesia dedica a la Virgen María, que aparece además como modelo de lo que es y espera ser toda la comunidad cristiana.
Es una fiesta que, en nuestro hemisferio, alegra el verano y constituye en muchas poblaciones la “fiesta mayor”, dándoles la ocasión de una entrañable celebración humana y cristiana. Es una buena noticia y una fiesta “contagiosa” de esperanza para la Iglesia: más aún, para toda la humanidad.
La solemnidad de la Asunción tiene también una misa vespertina de vigilia, pero aquí consideramos sólo la misa del día con sus textos de oración y de lectura bíblica, que nos parecen más apropiados.
Apocalipsis 11, 19a; 12,1. 3-6a.l0ab. Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal
En la batalla entablada entre el bien y el mal, tal como la cuenta con su lenguaje simbólico el Apocalipsis, hoy leemos la aparición de “una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida del sol… encinta, le llegó la hora y gritaba entre los espasmos del parto”.
Contra ella surge “un enorme dragón rojo… enfrente de la mujer que iba a dar a luz”. Pero la victoria es de Dios: “dio a luz un varón y lo llevaron junto al trono de Dios, y se oyó una gran voz: ya llega la victoria y el reino de nuestro Dios y el mando de su Mesías”.
El salmo resalta también la figura de una mujer, presente en el triunfo de Dios: “de pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro”. A esta mujer “la traen entre alegría y algazara” al palacio del rey.
1 Corintios 15, 20-27a. Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo
En el capítulo que dedica al tema de la resurrección de los muertos, Pablo transmite a los cristianos de Corinto su convicción de que nuestra resurrección es lógica consecuencia de la de Cristo.
“Cristo ha resucitado como primicia de todos los que han muerto”, como el segundo y definitivo Adán. Como del primero nos vino la muerte, del segundo todos esperamos vida. Después de Cristo, que es la primicia, resucitarán los cristianos, y esto será un proceso continuado, hasta que Cristo “devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza”. Porque “Dios ha sometido todo bajo sus pies”.
Pablo no nombra a la Virgen María como partícipe de esa resurrección a la vida. Pero en la fiesta de hoy lo que celebramos es precisamente que ella fue la primera después de su Hijo en experimentar esta victoria total contra la muerte, también corporalmente.
Lucas 1, 39-56. El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los humildes
El Magníficat, el himno de alabanza a Dios que Lucas pone en labios de María de Nazaret, es un canto “pascual” que agradece a Dios que sabe enaltecer a los humildes. Como ha resucitado a Cristo Jesús de entre los muertos, así Dios protege al pueblo elegido y, también, ha hecho maravillas en la Madre del Mesías.
Después de oír la alabanza de su prima Isabel: “dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”, María prorrumpe en el cántico que tantas veces proclama la comunidad cristiana desde hace dos mil años. Ella sí que puede decir: “ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo”, porque “ha mirado la humillación de su esclava” (sería mejor traducir, como hace la versión catalana, “la pequeñez de su sierva”).
María alaba a Dios por el estilo con que lleva la historia: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”.
2
Victoria en tres tiempos
La fiesta de hoy se puede decir que tiene tres niveles.
Es la victoria de Cristo Jesús, el Señor Resucitado, tal como nos la presenta Pablo, el punto culminante del plan salvador de Dios. Él es la “primicia”, el que triunfa plenamente de la muerte y del mal, pasando a la nueva existencia, como el segundo y definitivo Adán que corrige el fallo del primero y conduce a la nueva humanidad a la salvación.
Es la victoria de la Virgen María, que, como primera seguidora de Jesús, primera cristiana y primera salvada por su Pascua, participa ya de la victoria de su Hijo, elevada también ella a la gloria definitiva en cuerpo y alma: “has elevado en cuerpo y alma a los cielos a la inmaculada Virgen María” (oración colecta).
El motivo de este privilegio lo formula bien el prefacio de hoy: “Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo”.
Ella, que supo abrirse totalmente a Dios, que le alabó con su Magníficat y le fue radicalmente dócil en su vida respondiendo con un “sí” total a su vocación (“hágase en mí según tu Palabra”), es ahora glorificada y asociada a la victoria de su Hijo. Ella estuvo siempre con su Hijo, en su nacimiento, en su vida, al pie de la cruz y en la alegría de la resurrección. Ella se dejó llenar del Espíritu ya desde su concepción, y luego en su maternidad y en el acontecimiento de Pentecostés. Finalmente fue glorificada como primer fruto de la Pascua de Jesús, asociada a su victoria en cuerpo y alma, gozando ya para siempre junto a él. En verdad el Señor “ha hecho obras grandes” en ella.
Pero es también nuestra victoria, porque el triunfo de Cristo y de su Madre se proyecta a la Iglesia y a toda la humanidad. En María se condensa nuestro destino. Al igual que su “sí” fue como representante del nuestro, también el “sí” de Dios a ella, glorificándola, es un “sí” a todos nosotros: señala el destino que él nos prepara.
La comunidad eclesial es una comunidad en marcha, en lucha constante contra el mal y contra todos los “dragones” que la quieren hacer callar y eliminar. La Mujer del Apocalipsis, la Iglesia misma, y dentro de ella de modo eminente la Virgen María, nos garantiza nuestra victoria final. La Virgen es “figura y primicia de la Iglesia, que un día será glorificada: ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra” (prefacio). Por eso, además de ser fiesta de la Virgen, es también nuestra fiesta.
Un sí a la esperanza
La fiesta de hoy, con sus cantos, oraciones y lecturas, quiere contagiarnos esperanza y optimismo. Necesitamos fiestas de estas, porque la imagen de “comunidad en marcha y en lucha” que nos da el Apocalipsis de fines del primer siglo sigue siendo actual en nuestros tiempos, y también en la historia personal de cada cristiano. No nos resulta fácil el camino de la fidelidad a Dios.
La Asunción es un grito de fe en que es posible la salvación y la felicidad: que va en serio el programa liberador de Dios. Es una respuesta a los pesimistas, que todo lo ven negro. Es una respuesta a los materialistas, que no ven más que los factores económicos o sensuales: algo está presente en nuestro mundo que trasciende nuestras fuerzas y que lleva más allá. Es la prueba de que el destino del hombre no es la muerte, sino la vida, y que es toda la persona humana, corporeidad y espíritu, la que está destinada a la vida, subrayando también la dignidad y el futuro de nuestro cuerpo.
En María ya ha sucedido. En nosotros no sabemos cómo y cuándo sucederá. Pero tenemos plena confianza en Dios: lo que ha hecho en ella quiere hacerlo también en nosotros. La historia “tiene final feliz”. En la oración colecta pedimos a Dios que “aspirando siempre a las realidades divinas lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el cielo”. María está presente en nuestro camino, como lo estuvo en el de su Hijo. Con su ejemplo, con su intercesión y auxilio materno.
Cada Eucaristía nos acerca a nuestra asunción
Cada vez que participamos en la Eucaristía, dirigimos a Dios nuestro canto de alabanza, inspirado en el Magníficat de María. La Plegaria Eucarística que el sacerdote proclama en nombre de todos es un canto que alaba a Dios por la historia de amor y salvación que va realizando en nuestro mundo. El Magníficat de María se ha convertido en el canto gozoso de liberación de tantas personas y pueblos que sufren en nuestro mundo, por motivos políticos o económicos. Los que se sienten oprimidos elevan, con María, su canto al Dios que derriba a los poderosos y que enaltece a los humildes.
En la Eucaristía recibimos como alimento el Cuerpo y la Sangre del Señor Resucitado, que nos aseguró: “quien come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día”. La Eucaristía es como la semilla y la garantía de la vida inmortal para los seguidores de Jesús. Por tanto, de alguna manera, también nosotros estamos recorriendo el camino hacia la glorificación definitiva, como la que ya ha conseguido María, la Madre.
Cada Eucaristía nos sitúa en la línea y la esperanza de la Asunción. Si la celebramos bien, vamos por buen camino.
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
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