• El “Espíritu” de Dios “bajaba hacia Jesús” en el bautismo del Jordán (Mc 1,10). Ahora, tras el bautismo, este mismo “Espíritu” es quien “empuja a Jesús al desierto” (12): Dios quiere rehacer la Alianza con su pueblo, como lo había intentado con Moisés y Elías.
• Aquí (12) se expresa, también, que toda la acción y predicación de Jesús es conducida e impulsada por el Espíritu. Es el Espíritu quien le envía “a anunciar la buena nueva de Dios” (14).
• El evangelista Marcos nos dice que Jesús es “tentado” por el diablo en el desierto (13), pero, a diferencia de Mateo y Lucas, Marcos no se extiende en ello. Da por entendido que Jesús supera todas las pruebas y muestra su fidelidad absoluta a Dios (Heb 4,15). Así la Creación (“alimañas, el paraíso) volverá al proyecto de Dios.
• El tema de la tentación, en Marcos, vuelve a aparecer en Getsemaní, cuando Jesús mismo exhorta a los discípulos a rogar por no caer en ella (Mc 14,32-42). (La Cuaresma apunta a la Pascua).
• Que Marcos no insista en las tentaciones de Jesús nos va bien para que no insistamos nosotros. No es que no sea un tema importante. Pero a menudo nos centramos en esto y en nosotros mismos en lugar de contemplar “Cristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1), que viene “a anunciar –a proclamar- la buena nueva” (Mc 1,1.14).
• Lo mismo nos pasa con el tema de la “conversión” (15). La llamada de Jesús a la conversión, que Marcos transmite, no es una llamada a la penitencia –que no se excluye–. No es un esfuerzo por ser mejores. No es una cuestión ética o moral. No se trata de los “pecados” –aunque esta cuestión tan importante también entra–. Se trata de un cambio de vida. No porque viviésemos en el pecado. Sino porque no conocíamos el “Reino de Dios” que “está cerca” (15). Y vivíamos para otros “reinos”. Acoger el Reino exige un cambio, romper con cosas que nos determinan la vida y dejarnos marcar por Dios. Por tanto, no basta con dejar ‘de pecar’ pero continuar viviendo como siempre, acomodados a un sistema de vida injusto con la mayor parte de los hijos y hijas de Dios, acomodados a aquello que tenemos, a unos bienes que nos cierran y que nos alejan de los otros –y, por lo tanto, de Dios–.
• La Cuaresma, por tanto, antes que un examen de conciencia sobre los propios pecados con ánimo de dar pasos para mejorar –cosa buena de hacer y necesaria–, es un tiempo para dejarse conducir por “el Espíritu”. Y ello es muy arriesgado. Nos puede llevar a lugares insospechados, nos puede hacer cambiar muchas cosas.
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