08 enero 2021

Pautas para la homilía del 10 de enero de 2021

 

Orígenes de la fiesta

Desde el siglo IV en la fiesta de la Epifanía, además de conmemorar la adoración de los magos de Oriente, se hacía también memoria del bautismo de Jesús en el Jordán, junto con la manifestación del Espíritu y del Padre, y de las bodas de Caná, donde por primera vez Cristo manifestó su gloria (Jn 2, 11).

Poco a poco los cristianos sintieron la necesidad de separar esos misterios y celebrarlos en una fiesta aparte. A finales del siglo VIII se comenzó a conmemorar el bautismo de Jesús ocho días después de la fiesta de la Epifanía, es decir, el 13 de enero. Sin embargo el misal de san Pío V (1570) no le da el nombre de «Bautismo del Señor», y propone para el 13 de enero una misa de la «Octava de la Epifanía», en la que el evangelio que se lee es el de Jn 1, 29-34, en el que, a diferencia de la narración que hacen los tres primeros evangelios, no se contiene el relato completo del bautismo ni se menciona la voz que se hace oír desde el cielo. Las antífonas de esta misa tampoco hacen mención del bautismo. Hasta el siglo XVIII no recibió de nuevo el nombre de «Bautismo del Señor» ni contó con formularios propios. El misal del concilio Vaticano II propone esta fiesta para el domingo posterior a la fiesta de Epifanía tal y como la celebramos hoy.

El bautismo de Jesús en los evangelios

En el cuarto evangelio encontramos esas palabras de Jesús que, dirigiéndose al Padre en oración, le dice: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo». En el fondo, todas las páginas del evangelio que leemos cada día en la Eucaristía tratan de ayudarnos a profundizar en este conocimiento que nos da vida eterna, es decir, que nos salva o nos proporciona eso que buscamos desde el anhelo más hondo de nuestro corazón.

El bautismo de Jesús por Juan a orillas del Jordán no sólo representa el comienzo de su aparición en público, sino que constituye, además, una verdadera revelación de su misterio. La tradición ha conservado tres relatos de este episodio (Mc 1, 9-11; Mt 3, 13-17; Lc 3, 21-22) junto con una alusión directa (Jn 1, 32-34) y otra indirecta (Hch 10, 38a.). Los estudiosos de la Escritura sitúan este episodio en torno al año 28 d. C., cuando Jesús -como señala Lucas en su evangelio- tenía alrededor de treinta años. En los relatos evangélicos podemos distinguir el hecho del bautismo y la teofanía que le acompaña.

A primera vista nos resulta desconcertante el hecho de que Jesús, a quien los evangelistas presentan desde un principio como el Hijo de Dios, y a quien el mismo Bautista había anunciado como «el más fuerte» que él, ante quien no se siente ni siquiera digno de agacharse para desatar la correa de sus sandalias, y quien bautizará no sólo con agua, sino también con Espíritu Santo y fuego, se ponga en la fila de quienes, reconociéndose verdaderamente pecadores, aceptaban el mensaje de Juan sobre la inminencia del Reino de Dios y la necesidad de convertirse para escapar a su ira. También a la comunidad cristiana primitiva le debió resultar incómodo este pasaje. Pero no pudo rechazarlo porque era ineludible, aunque le planteaba, y nos sigue planteando, muchas cuestiones: ¿Cómo es posible que el superior se deje bautizar por el inferior?; ¿cómo es posible que Jesús, «el Santo de Dios», se someta a un rito de purificación?; ¿qué significado tuvo ese gesto en su vida?

El bautismo de Juan iba precedido de la confesión de los pecados por parte de la persona que lo recibía. Una de las grandes diferencias de Jesús con respecto al resto de la gente que acudía a este bautismo es la ausencia de conciencia de culpabilidad. Ningún pasaje evangélico insinúa la menor sombra de culpabilidad en su caso. Incluso en el cuarto evangelio, en un contexto de controversia con los judíos, Jesús se declara inocente diciendo: «¿Quién de vosotros podrá probar que soy pecador?» (Jn 8, 46). ¿Cómo pudo entonces Jesús cumplir este rito igualándose a la gente que confesaba sus pecados como requisito para ser bautizada? Es probable que antes de bautizarse Jesús confesase los pecados, pero no los suyos -que no tenía- sino los de su pueblo. De esta manera podemos decir que cargó con nuestras iniquidades, llevando a su cumplimiento la profecía del Siervo de Yahvé, y haciéndose solidario con su pueblo pecador, e incluso con toda la humanidad pecadora.

Enseñanzas de los Padres de la Iglesia

Los Padres de la Iglesia entendían que con el bautismo de Jesús no sólo se inauguraba su obra redentora que acabaría en la Pascua, sino que toda la redención ya estaba contenida en este acontecimiento que el misterio pascual realizará explicitándolo. Pues, tanto en el bautismo como en Pascua encontramos el mismo descenso a las aguas del sufrimiento, o la misma inmersión en las tinieblas de la muerte, la misma iluminación de esas tinieblas y la misma victoria sobre los poderes demoníacos y la misma exaltación de Jesús como «Hijo» y «Señor». Estamos, pues, en el corazón mismo del misterio de Cristo, caracterizado por una kénosis y exaltación que arrastra tras de sí a toda la humanidad y la hace volver al Padre.

Cuando Jesús se sumerge en las aguas del Jordán, es toda la humanidad, el viejo Adán, quien queda sepultado en esas aguas; y cuando sale de las aguas y recibe la unción del Espíritu acompañada de la voz del Padre, es toda la humanidad la que renace a la vida divina en el Espíritu y recupera la amistad perdida.

Los Padres de la Iglesia nos dicen que si Jesús entra en el Jordán no es para ser purificado por sus aguas, sino para hacerlas purificadoras y santificadoras.

El bautismo de Jesús es interpretado también como un misterio nupcial, es decir, la Iglesia es purificada por las aguas y se une a Cristo, su Esposo. Esta idea ya se encuentra sugerida en la carta a los Efesios, donde se dice expresamente: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola, mediante el baño del agua con la palabra, a fin de presentársela a sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga o cosa semejante, sino santa e intachable» (5, 25-27).

El bautismo cristiano

Así como celebrando la Pascua judía en la Última Cena Jesús instituye la Pascua nueva, del mismo modo, dejándose bautizar por Juan en el Jordán, instituye el bautismo cristiano. Este nuevo bautismo es un bautismo de purificación y conversión, pero, además, un bautismo de Espíritu, que consiste en nacer a una vida nueva: la vida del Espíritu y la vida de los hijos de Dios. En el misterio de su propio bautismo Jesús estableció una relación muy estrecha entre la inmersión en el agua y el descenso del Espíritu, de tal modo que esta inmersión se convierte en el signo sacramental del don del Espíritu.

En el bautismo de Jesús el Espíritu no viene del agua, sino del cielo que se abre. En cambio, en el bautismo cristiano existe una relación muy estrecha entre el agua y el Espíritu. Eso no quiere decir que la fuerza de santificación del Espíritu esté contenida en el agua, sino que es la voluntad de Cristo quien ha establecido esta relación entre agua y Espíritu. Por su propio Bautismo Jesús ha hecho del viejo rito bautismal el sacramento de la venida del Espíritu. Desde entonces, cada vez que alguien es bautizado «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», el cielo se abre y el Espíritu desciende sobre ese nuevo hijo de Dios, y la voz del Padre se dirige a él diciéndole: «Tú eres mi hijo».

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