05 diciembre 2020

Pautas para la homilía del 8 diciembre: Dogma de fe.

 

Dogma de fe

En la liturgia del día de hoy recordamos la enseñanza dogmática que postula que María fue concebida sin mancha de pecado original. Aunque el dogma de la Inmaculada Concepción lo proclama el Papa Pio IX, en 1854, esta es una realidad de fe, sostenida por la tradición de la Iglesia, desde siglos anteriores. Así, desde el inicio de la Iglesia, se ha llamado a María “toda santa” (“panagía”), “inmaculada”, en el sentido de no haber contraído o cometido ningún pecado. Y, también, por haber vivido siempre con «perfecta disponibilidad respecto a la acción del Espíritu Santo» (RM 13).

Estas alusiones se evidencian en el Nuevo Testamento, en el saludo del ángel Gabriel a María, y resuenan en el evangelio que se proclama en este día. Aún más, recitamos las traducciones más antiguas de este fragmento del Evangelio en el rezo del Avemaría al orar: “salve, llena de gracia”. Esta expresión significa la abundancia de la gracia santificante en María. El ángel Gabriel no se dirige a ella sólo por su nombre, sino que lo complementa por su condición de plenitud en la gracia.

Por consiguiente, el Concilio Vaticano II resalta que María posee un «resplandor de una santidad enteramente singular» (LG 56), alguien que se ha abandonado en Dios completamente (Cf. RM 13), capaz de entregarse en totalidad a la voluntad de Dios y cooperar así con su plan salvífico. Celebramos un misterioso y milagroso evento, para nuestra salvación en Cristo, que pasa de forma desapercibida: la actuación extraordinaria de Dios desde el primer momento de la vida de María. Así lo recordaremos en el prefacio de la eucaristía al expresar:

«Porque preservaste a la Virgen María

de todo pecado original

para que, enriquecida con la plenitud de tu gracia,

fuese digna Madre de tu Hijo,

imagen y comienzo de la Iglesia,

que es la esposa de Cristo,

llena de juventud y de limpia hermosura».

¿Dónde estás?

El pecado original lleva a evadir la implicación en nuestras decisiones. Este es un hecho de nuestra existencia, un triste hecho, que caracteriza la condición humana, que afecta todas nuestras relaciones: con Dios, con los demás, con la creación. El pecado se convierte en nuestro rechazo a Dios, en darle la espalda, y al manifestar la facilidad con que se demuestra no estar dispuestos a amar. Es esta negativa el gran indicador del pecado original como una condición opresiva y terrible. El mismo induce a establecer distancias, escondernos de Dios, como Adán cuando reconoce su voz después de comer el fruto del conocimiento del bien y del mal (Cf. Gn 3,10).

…se acordó de su misericordia y su fidelidad.

Y, sin embargo, aun frente a este rechazo, tal como reza el Salmo:

«El Señor da a conocer su victoria,

revela a las naciones su justicia» (Sal 97,2).

A pesar de la caída, Dios anuncia un edicto sobre la serpiente, advirtiéndole que será la estirpe de la mujer la que le herirá en la cabeza (Cf. Gn 3,15). La Tradición de la Iglesia ha contemplado en estas palabras una apertura a la esperanza mesiánica. Dios siempre busca caminos de comunión para establecer su morada entre nosotros.

Santos e irreprochables ante él por el amor

El misterio de la Inmaculada Concepción es un extraordinario regalo a través del cual Dios en Cristo actuó para salvar a su Madre y, a su vez, a nosotros, al limpiarnos de nuestros pecados. De tal forma que María es la nueva Eva, la «madre de todos los que viven» (Cf. Gn 3,15). Y, a su vez, el hombre es llamado a ser hijo en el Hijo, por medio de la filiación divina, por pura iniciativa suya (Cf. Ef 1,5).

Así es que María nos recuerda que estamos llamados a ser santos e irreprochables ante Él por el amor (Cf. Ef 1,4). Y ella refleja el modelo que Dios quiere hacer de todos nosotros, si aceptamos su propuesta. Como hijos de Dios, debemos poner los dones que recibimos al servicio de los demás, a ser partícipes de la relación restaurada por Cristo Jesús.

Por eso, bien se recoge en el prefacio de este día, con elocuente belleza y simplicidad, la pureza de María y su ejemplo de santidad al proclamarse:

«Purísima tenía que ser, Señor,

la Virgen que nos diera

al Cordero inocente que quita el pecado del mundo.

Purísima la que, entre todos los hombres,

es abogada de gracia y ejemplo de santidad».

...porque para Dios nada hay imposible

La Inmaculada Concepción es el regalo de Dios a la mujer que libremente escogería acogerle como madre. Este misterio pone de relieve la extraordinaria misión que esta mujer acepta con su sí. No existe nadie en el mundo que posea la relación que Dios en Cristo mantiene con María. Cooperando así en la salvación de los hombres, con fe y obediencia libres, María, acepta el mensaje divino. Con este gesto abraza de todo corazón, y sin entorpecimiento de pecado alguno, la voluntad salvífica de Dios y sirve al misterio redentor de su Hijo, con la gracia de Dios (Cf. LG 56). María es partícipe del plan salvífico de Dios para la restauración del hombre, en quien Dios, al engendrarse, como diría San Anselmo, «se hizo a sí mismo, y de este modo volvió a hacer todo lo que había hecho».

Incluso, la celebración de la Inmaculada deja entrever, en nuestra vida como cristianos, el llamado a la vocación de toda la humanidad de volver al primer rostro del ser humano. En el pasaje de la Anunciación que se proclama, Dios solicita la colaboración de María siempre desde su total y plena libertad. La invitación es excepcional, concebirá en su vientre a Dios mismo. Más, esta vocación va más allá, es una implicación total y requiere de una entrega consciente de toda su persona. Cada vocación, cada llamado que Dios invita al hombre, es un don para el bien de los demás y María es un digno ejemplo de esta disponibilidad. 

Por eso, bien se resalta en su fíatla confianza absoluta de que el Señor está con ella (Cf. Lc 1,28) y con su elección, la determinación de que: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Con la respuesta fiel de María en su camino de fe, de esperanza en un mejor porvenir de la mano de Dios, la humanidad entera comienza el sendero de retorno al Señor. Con ella, descubrimos la importancia de acoger y engendrar a Jesús en nuestros corazones, con ella somos llamados a colaborar en la renovación y misión salvífica de Dios. Así se revela para la humanidad entera, en la “Toda hermosa” la meta de su propio camino. (Marialis Cultus, 28). Entonces, confiemos siempre en Dios porque para Él, no hay nada imposible.

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