06 diciembre 2020

Comentario al Domingo II de Adviento

 


Consolad, consolad a mi pueblo. Hablad al corazón de Jerusalén. Es el encargo que ha recibido el profeta Isaías de parte de Dios. Tras el castigo purificador viene el consuelo: ya está pagado el crimen. Se trata de un pueblo quebrantado por el destierro, con conciencia de estar pagando una deuda, la deuda contraída con sus muchos pecados. Es este pueblo humillado, despojado de todo motivo de orgullo, sin patria, sin templo, sin nacionalidad…, sin nada de lo que gloriarse, el que tiene que ser consolado. Y lo será hablándole al corazón, porque ahora sí está en condiciones de escuchar a ese Dios del que se ha olvidado, ya que los sufrimientos le han vuelto más receptivo y sensible a la palabra de Dios.

No sé si el corazón de nuestro pueblo –el que fue cristiano y ya no lo es; el que se ha olvidado de Dios y de sus mandamientos- está en la misma situación. Quizá todavía tenga que experimentar en su propia carne los sinsabores del destierro: la añoranza de una tierra en la que tuvo asiento, seguridad y protección, una tierra sentida como patria y no como tierra extraña e inhóspita. Es triste, pero es así. Parece que sólo desde el desconsuelo provocado por una situación de destierro (enfermedad, fracaso, humillación, desgracia, muerte) nos hacemos receptivos a Dios y a su palabra, porque sentimos con más fuerza que nunca la necesidad de consuelo, esto es, la necesidad de una palabra de esperanza.

Pues bien, el consuelo que proclama Isaías es el que brota del perdón del único que puede realmente perdonar o dar por saldada la deuda: se ha cumplido tu servicio; tu crimen está pagado. Cesó la deuda. Esta condonación irá ligada a una venida: la del mismo Señor que llega con fuerza, acompañado del salario con el que recompensar esfuerzos y méritos. Así lo anuncia el profeta. Esta venida exige una preparación en todos aquellos que quieran recibir el consuelo.

El mismo Dios hará resonar en el desierto –donde las voces se oyen con más nitidez- una voz que grita para que se oiga: preparadle un camino al Señor. Esa voz anónima será la voz del Precursor, la voz de Juan el Bautista. Y los caminos se preparan levantando valles u hondonadas o rebajando montículos, enderezando lo torcido e igualando lo escabroso. ¡Qué fácil resulta entender esta metáfora! A veces habrá que levantar corazones hundidos por la culpa, la desesperación o el fracaso; a veces habrá que rebajar corazones elevados por el orgullo o la autosuficiencia, corazones endiosados por el poder de la ciencia o de la técnica; o ablandar corazones endurecidos por la soberbia; o rectificar corazones torcidos o desviados por las seducciones del mundo o descarriados por la vorágine de los vicios y placeres de la vida.

Ese Señor a quien hay que preparar el camino no es otro que el protagonista del evangelio de san Marcos, aquel a quien el evangelista presenta como Hijo de Dios desde el comienzo. Pero el que le presentó realmente en sociedad fue el Bautista: más que un personaje; una voz que grita en el desierto con la misma convicción y claridad que Isaías; con la misma claridad, pero con mayor cercanía al acontecimiento. Preparadle el caminoviene detrás de mí, pero puede más que yo. Yo bautizo con agua; él os bautizará con Espíritu Santo. ¿Y en qué modo se le puede preparar el camino? Convirtiéndose y recibiendo el bautismo para obtener el perdón de los pecados.

Éste es el camino mostrado por Juan. Y este camino sigue vigente. No podremos volver a Él, ni Él podrá venir a nosotros, si no reconocemos nuestros pecados, empezando por nuestros olvidos culpables de Dios, de sus normas, de su palabra, de sus advertencias, de sus promesas, y del prójimo: de sus necesidades materiales y espirituales; de nosotros mismos y de nuestras necesidades más profundas de amor y de vida. Semejante reconocimiento es imposible desde la autosuficiencia, o desde la desesperación a que conduce la propia miseria moral, o desde el imperio del vicio que nos reduce a la condición de esclavos encadenados, o desde la instalación en una vida amoral.

Y si nos parece que el Señor se hace esperar –esta es la impresión que tenían aquellos cristianos que le hacen decir a san Pablo: para el Señor mil años es como (para nosotros) un día-, no es que tarde en cumplir su promesa; es que tiene mucha paciencia con nosotros. Tal es la paciencia que le hace esperar el tiempo de la conversión de todos, porque no quiere que nadie se pierda. Nosotros –dice también-, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia. Y lo esperamos de nuestro Dios, porque somos conscientes de nuestra incapacidad para dárnoslo a nosotros mismos.

Ya sabemos en lo que han terminado tantos intentos políticos de hacer de la tierra cielo, esto es, un lugar en el que habite la justicia o en el que esté ausente toda corrupción. Nosotros esperamos este cielo y esta tierra nuevos porque confiamos en la promesa del Señor, no en nuestras fuerzas humanas o en nuestra quebradiza inmunidad a la corrupción. Procuremos, no obstante, que Dios nos encuentre en paz con Él, inmaculados e irreprochables, mientras estamos a la espera de estos acontecimientos.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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