1.- El Reino de los cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo… Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora. Jesús vuelve a usar una parábola para hablarnos del Reino de los cielos: esta vez lo compara con diez doncellas, cinco necias y cinco prudentes. Les dice a sus discípulos que el que espera el Reino de los cielos debe imitar a las cinco doncellas prudentes que esperaron al esposo con las lámparas encendidas. ¿Qué quiere decirnos a nosotros esta parábola? Que debemos vivir siempre preparados para encontrarnos con Jesús, con Dios, cuando tengamos que comparecer ante él, en cualquier momento que él nos llame. Y como no sabemos cuándo nos va a llamar, debemos vivir preparados, es decir, esperándole siempre, durante toda nuestra vida.
Y debemos hacerlo con esperanza activa, como lo hicieron las cinco vírgenes prudentes; no imitar nunca a las cinco vírgenes necias. Las vírgenes prudentes esperaron al esposo con esperanza activa, es decir, velando, estando continuamente vigilantes. No podemos pensar que es suficiente dejar la preparación para cuando seamos viejos, o estemos gravemente enfermos. La esperanza activa supone una vigilancia continua sobre nuestra manera de pensar, de hablar, de comportarnos. ¿Cómo pensamos, cómo hablamos, cómo nos comportamos? ¿Lo hacemos pensando sólo en nuestros intereses psicológicos y materiales, o lo hacemos como lo haría en nuestro caso el mismo Jesús? Ser buen cristiano supone un esfuerzo, una lucha, contra nuestras malas inclinaciones naturales. Porque, de hecho, todos nacemos con una inclinación original al pecado, al mal. Es cierto que también nacemos con buenas inclinaciones, con inclinación al bien, pero nuestras buenas inclinaciones naturales siempre, durante toda nuestra vida, están mezcladas y muy limitadas por nuestras inclinaciones malas. Ser bueno, ser buena persona, no es un regalo de ningún dios, supone, como hemos dicho, lucha continua y un esfuerzo personal continuado. Imitemos a las cinco doncellas prudentes de la parábola, con el aceite de la virtud siempre encendido, para que podamos recibir a Dios, cuando nos llame, con nuestras lámparas de la virtud encendidas. Sólo así podremos entrar al banquete de bodas que es el Reino de los cielos, y que Dios tiene preparado para todos sus hijos desde el principio de la creación.2.- Radiante e inmarcesible es la sabiduría; fácilmente la ven los la aman y la encuentran los que la buscan. Este bello relato del libro de la Sabiduría nos habla de la belleza de la sabiduría, y nos dice que los que de verdad la aman y la buscan terminan encontrándola. La sabiduría de la que aquí se habla es algo muy distinto de lo que habitualmente entendemos por ciencia o conocimientos sobre una materia determinada. Un científico puede no ser nada sabio y un sabio puede ser una persona no científica. El sabio es la persona que sabe comportarse con prudencia, con justicia, con fortaleza y con templanza ante Dios, ante el prójimo y consigo mismo. Todos conocemos a alguna persona con pocos conocimientos científicos y a la que de verdad consideramos muy sabia, porque sabe discernir muy bien entre el bien y el mal, entre lo que se debe hacer en cada momento y lo que no se debe hacer. Es evidente que la verdadera sabiduría de la que habla este bello libro de la Sabiduría es siempre un don de Dios. Pero los dones de Dios debemos nosotros trabajarlos con humildad y perseverancia. Todos los cristianos debemos aspirar a ser sabios, a saber comportarnos en cada momento como Dios quiere que nos comportemos, como lo haría en nuestro lugar Jesús de Nazaret en cada momento determinado. Pidamos a Dios que nos conceda el don de la sabiduría y que nosotros la amemos y la busquemos constantemente y digámosle al Señor con humildad, como nos dice el salmo 62: ¡Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío!
3.- No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. En el momento en el que escribe San Pablo esta primera carta a los cristianos de Tesalónica, estos primeros cristianos esperaban ansiosamente la segunda venida, que creían inminente, del Señor Jesús. La pregunta que se hacían era esta: ¿qué será de los cristianos que han muerto antes de que venga el Señor? San Pablo les dice que tendrán la misma suerte que los que vivan cuando él venga: todos los que hemos creído en él resucitaremos con él. Nosotros, los cristianos de ahora, no nos hacemos, evidentemente, esta pregunta. Nuestra fe nos dice que todos los que hayamos creído en Cristo durante nuestra vida resucitaremos con él, después de nuestra muerte. Creamos firmemente esto y consolémonos con las palabras del Señor que nos ha prometido que si le seguimos mientras vivimos en esta tierra, resucitaremos para siempre, para toda la eternidad, con él en el cielo. Consolémonos, pues, mutuamente, con estas palabras.
Gabriel González del Estal
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario