En la introducción a la Eucaristía hemos recordado que la primera parte del adviento orienta nuestra mirada hacia el Señor glorioso que un día vendrá a nuestro encuentro, al final de los tiempos. En Navidad celebraremos que ese que vendrá con gloria es el mismo que vino en la humildad de nuestra carne. Pero ahora conviene que nos centremos en lo que toca. Y lo que toca es hablar de la esperanza en la venida del Señor al final de los tiempos. Para cada uno, el final de nuestro tiempo es la hora de nuestra muerte, el momento de la salida de este mundo. Pues bien, tenemos que esperar ese momento con paz y serenidad, porque precisamente entonces Dios se nos hará más presente que nunca. Dios nos acogerá con un amor como no hay otro, nos abrazará para no soltarnos nunca de sus manos.
El evangelio que hemos escuchado nos exhorta a estar siempre vigilantes, porque no sabemos cuando va a ocurrir el encuentro definitivo con el Señor de la gloria. Para dejar claro que siempre hay que estar preparado, cuenta una pequeña parábola que recuerda los cuatro momentos en que se divide el día y en los que el gallo canta: el amanecer, el mediodía, la media tarde y la mitad de la noche. Siempre hay que estar preparado, no sólo porque el Señor de la gloria puede venir en cualquier momento, sino porque siempre está viniendo a nuestras vidas, y el creyente tiene mucho interés en descubrir esa permanente venida.
Escucharemos en el prefacio, que luego proclamaremos, que el Señor glorioso que vendrá al final de los tiempos, “viene ahora a nuestro encuentro en cada persona y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino”. El profeta Isaías, en la primera lectura, ha dicho claramente que Dios sale al encuentro del que practica la justicia. Y el Apóstol Pablo, en la segunda lectura, nos dice a nosotros, que aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que importa mucho salir bien parados cuando tengamos que presentarnos ante el tribunal de Jesucristo. Para salir bien parados nada mejor que encontrar hoy al Señor presente ya en nuestras vidas y en cada uno de los hermanos que se aproximan a nosotros.
El adviento es tiempo de atención y de cuidado, tiempo de vigilancia dice Jesús en el Evangelio. Tiempo de estar atentos. Atentos a tantas injusticias y desigualdades; atentos a quienes más sufren las consecuencias de esta pandemia; atentos a los grupos, personas e instituciones que están empeñadas en cuidar la tierra y cuidar de los habitantes de la tierra; atentos para consumir de forma que la vida sea abundante para todos; atentos a lo que está diciendo el Espíritu en los signos de los tiempos; atentos para descubrir el rostro de Cristo en quién nos necesita; atentos para no hacer ningún daño ni causar ninguna lágrima.
La encíclica que acaba de publicar el Papa, Fratelli tutti, puede ser un buen manual del adviento, pues en ella nos invita a construir una nueva humanidad más fraterna, en la que haya tierra, pan y techo para todos; en la que nadie sea discriminado por motivos de raza, de orientación sexual, de lugar de nacimiento, de enfermedad o de pobreza. Esta humanidad es la que Dios quiere y la que debemos preparar. El apóstol Pablo dice que estamos capacitados para preparar esa nueva humanidad, pues hemos sido enriquecidos en todo, en el hablar y en el saber. Podríamos añadir: y también en el hacer.
Hablar, saber, hacer: hablar palabras positivas, palabras de reconciliación, palabras que unan y no dividan. Saber que todos somos hijas e hijos de Dios, que Dios ama a todos con todo su amor, y quiere para cada uno un presente y un futuro lleno de vida. Y hacer, o sea cuidar unos de otros, cuidar la tierra que nos da el alimento, cuidar sobre todo de los más necesitados. Esos son los caminos del Señor de los que habla el profeta Isaías. Ese es el camino que nosotros estamos llamados a recorrer en este tiempo de adviento y siempre.
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