15 noviembre 2020

Pautas para la homilía: 22 noviembre

 


Sin lugar a dudas, una de las cuestiones más arduas que se plantea la teología (y el pensamiento en general) es la cuestión de la teodicea, esto es, el tratar de conciliar la idea de Dios (a quien definimos como único, bueno y todopoderoso) con la perenne presencia del mal y el dolor en la creación, que como dice San Pablo en Romanos, “gime, como con dolores de parto”. Para algún teólogo, esta tarea, tanto desde una perspectiva más teísta como desde una perspectiva más racionalista, se torna un imposible, afectando negativamente a la fe en Dios, que queda cuestionado e injustificado. Pero, inmediatamente, este cuestionamiento de Dios, que deja impasible a la experiencia del mal y el dolor, se metaboliza en una antropodicea, esto es, ahora a quien toca responder y justificarse es al hombre. En este sentido, Nieztsche declara la muerte de Dios y exalta al hombre (al superhombre) como ser fuerte y dominante ante la adversidad: el hombre se salva a sí mismo. A pesar de todo, al igual que ocurre con la teodicea, la antropodicea alcanza absurdos y callejones sin salida pues, al final, la experiencia del mal y el dolor permanece y el hombre no se puede salvar a sí mismo, cuanto menos pensando en el supremo mal de la muerte. En vista de todo lo cual (tanto con la teodicea como con la antropodicea), sólo restaría, pues, quedarnos en un pensamiento paradójico. Pero merece tener en cuenta que “paradójico”, no significa “sin sentido”.

Así, el pensamiento cristiano primitivo, la teología de los grandes concilios, resultó necesariamente paradójico, precisamente para que no perdiéramos el sentido ante los dilemas teológicos. Las afirmaciones cristológicas de Nicea y Calcedonia no evitan la paradoja (diríamos que la buscan, precisamente) y sin embargo, son fuente de sentido, y en particular para nuestro caso: Jesucristo, Dios y hombre, dos naturalezas en una sola persona, sin división ni confusión es un lenguaje, sin duda, paradójico, pero que afirma el sentido soteriológico (de salvación) que ni la teodicea ni la antropodicea pueden racionalizar ni menos ofrecer más allá de lo especulativo. Y es que, al fin, de lo que se trata  es, precisamente, de eso: de que la creación (en particular el hombre) experimenta el mal y el dolor y es consciente de su finitud y su muerte, y Nicea y Calcedonia responden (dan sentido) a esa experiencia; y lo más importante, lo hacen desde la propia experiencia del hombre acerca de Jesucristo. ¿Cómo? – nos preguntaremos. Pero este esta pregunta del “cómo” es la pregunta inadecuada (la paradoja no puede responder al “cómo”); por eso es importante escoger bien la pregunta y como sostiene Bonhoeffer, la pregunta que aquí cabe y da sentido no es “¿cómo?” sino “¿quién?”: ¿Quién es Jesucristo? Respondiendo a esta pregunta desde la experiencia personal, comunitaria e histórica, es como rompemos el círculo vicioso en que nos atrapan la teodicea y la antropodicea, y sobre todo, nos abrimos a la posibilidad de salvación ante el mal, el dolor y la muerte, que el mismo Dios experimenta en Jesucristo, Dios y hombre, hombre y Dios.

¿Quién es, pues, Jesucristo? La liturgia de hoy, en sus lecturas, nos presenta, a modo de respuesta, tres epítetos que califican y definen a Jesucristo, a saber, pastor, juez y rey.

Como pastor. ¿Quién sino un verdadero hombre, que ha transitado los caminos de este mundo con sus propios pies, que ha experimentado el itinerario del caminar humano en la tierra, que ha sufrido los rigores del clima, las piedras del camino, que ha conocido la sed del caminante, puede guiar a otros hombres por las vías que configuran la vida del hombre? Pero, ¿quién sino un verdadero Dios puede no sólo conocer y orientar sino ser el mismo camino que lleva a la Vida?

Como juez. ¿Quién sino un verdadero hombre, que ha experimentado en su ser, en su carne, el dolor y el sufrimiento de la carne, que ha vivido el mal como existencial, que ha sido tentado en su misma realidad, puede juzgar la existencia de un hombre? Pero, ¿quién sino un verdadero Dios, que conoce el espíritu de cada uno, puede dictar sentencia? Y ¿Quién sino un verdadero Dios puede juzgar y sentenciar al mal mismo y a la muerte misma? Y ¿quién sino un verdadero Dios puede salvar?

Como rey. ¿Quién sino un verdadero hombre, que sabe que ha de morir, que se sitúa en la ultimidad de sus posibilidades, que mira a su horizonte y se encuentra con la muerte, que él mismo se coloca el primero ante el enemigo, puede llevar animosamente a sus hombres a la batalla entre el bien y el mal, que no es sino la definitiva batalla del hombre, la de la vida frente a la muerte? Pero ¿quién sino un verdadero Dios, el Dios del Bien, el Dios de la Vida, puede asegurar la victoria frente al mal y  la muerte?

Fr. Ángel Romo Fraile

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