Así, el pensamiento cristiano primitivo, la teología de los grandes concilios, resultó necesariamente paradójico, precisamente para que no perdiéramos el sentido ante los dilemas teológicos. Las afirmaciones cristológicas de Nicea y Calcedonia no evitan la paradoja (diríamos que la buscan, precisamente) y sin embargo, son fuente de sentido, y en particular para nuestro caso: Jesucristo, Dios y hombre, dos naturalezas en una sola persona, sin división ni confusión es un lenguaje, sin duda, paradójico, pero que afirma el sentido soteriológico (de salvación) que ni la teodicea ni la antropodicea pueden racionalizar ni menos ofrecer más allá de lo especulativo. Y es que, al fin, de lo que se trata es, precisamente, de eso: de que la creación (en particular el hombre) experimenta el mal y el dolor y es consciente de su finitud y su muerte, y Nicea y Calcedonia responden (dan sentido) a esa experiencia; y lo más importante, lo hacen desde la propia experiencia del hombre acerca de Jesucristo. ¿Cómo? – nos preguntaremos. Pero este esta pregunta del “cómo” es la pregunta inadecuada (la paradoja no puede responder al “cómo”); por eso es importante escoger bien la pregunta y como sostiene Bonhoeffer, la pregunta que aquí cabe y da sentido no es “¿cómo?” sino “¿quién?”: ¿Quién es Jesucristo? Respondiendo a esta pregunta desde la experiencia personal, comunitaria e histórica, es como rompemos el círculo vicioso en que nos atrapan la teodicea y la antropodicea, y sobre todo, nos abrimos a la posibilidad de salvación ante el mal, el dolor y la muerte, que el mismo Dios experimenta en Jesucristo, Dios y hombre, hombre y Dios.
¿Quién es, pues, Jesucristo? La liturgia de hoy, en sus lecturas, nos presenta, a modo de respuesta, tres epítetos que califican y definen a Jesucristo, a saber, pastor, juez y rey.
Como pastor. ¿Quién sino un verdadero hombre, que ha transitado los caminos de este mundo con sus propios pies, que ha experimentado el itinerario del caminar humano en la tierra, que ha sufrido los rigores del clima, las piedras del camino, que ha conocido la sed del caminante, puede guiar a otros hombres por las vías que configuran la vida del hombre? Pero, ¿quién sino un verdadero Dios puede no sólo conocer y orientar sino ser el mismo camino que lleva a la Vida?
Como juez. ¿Quién sino un verdadero hombre, que ha experimentado en su ser, en su carne, el dolor y el sufrimiento de la carne, que ha vivido el mal como existencial, que ha sido tentado en su misma realidad, puede juzgar la existencia de un hombre? Pero, ¿quién sino un verdadero Dios, que conoce el espíritu de cada uno, puede dictar sentencia? Y ¿Quién sino un verdadero Dios puede juzgar y sentenciar al mal mismo y a la muerte misma? Y ¿quién sino un verdadero Dios puede salvar?
Como rey. ¿Quién sino un verdadero hombre, que sabe que ha de morir, que se sitúa en la ultimidad de sus posibilidades, que mira a su horizonte y se encuentra con la muerte, que él mismo se coloca el primero ante el enemigo, puede llevar animosamente a sus hombres a la batalla entre el bien y el mal, que no es sino la definitiva batalla del hombre, la de la vida frente a la muerte? Pero ¿quién sino un verdadero Dios, el Dios del Bien, el Dios de la Vida, puede asegurar la victoria frente al mal y la muerte?
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