18 octubre 2020

Dios y el César

 1.- “Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas… (Is 45, 1) Naciones fuertes, dueñas de la situación, soberbias, capaces de provocar una guerra mundial, o de mantener ciertas contiendas que desangran sin cesar a pequeños países. Las grandes potencias. Los poderosos que maquinan en la cumbre los destinos de la humanidad.

Pueblos fuertes, capaces de asombrar una y mil veces a los demás, a esos pueblos que no acaban de quitarse de encima el triste sambenito de subdesarrollados. Naciones poderosas… Cuando Cristo llegue, sus altivas cabezas rodarán por tierra. Y aquellos que nunca bajaron la frente, quedarán humillados por la mano poderosa del Ungido de Dios.

Cada uno de nosotros somos a veces un pequeño tirano que no se baja de su ridículo trono; un pequeño enano que se empina sobre la punta de los pies, mirando por encima del hombro a los otros enanitos… Cuando venga Cristo veremos quién fue realmente grande, quién sobresalía, quién era fuerte y poderoso. Y no lo olvidemos: Dios derribará al poderoso de su trono, y levantará al humilde. Al rico, al soberbio, lo despedirá vacío, y al pobre, lo colmará de bienes.

“Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios…” (Is 45, 5) Sólo Dios es grande, sólo Dios es el Señor. Los demás son pobrecitos pigmeos, más dignos de lástima que de otra cosa. Por eso quienes dan culto a un hombre, quien se apoya en él, es un miserable, un pobre desgraciado que hundiéndose en las arenas movedizas, comete la estupidez de agarrarse a una rama seca y quebradiza, pensando que así podrá salvarse de morir enterrado.

No nos engañemos. Sólo Dios es sólido agarre para nuestro hundirnos de cada día. Sólo él puede salvarnos, sólo en él está la solución de todos nuestros problemas. Fuera de él nadie podrá hacer nada que realmente nos sirva de algo. No hay otro fuera de mí, repite el Señor. Yo soy el Señor y no hay otro…

Ayúdanos, pues, Señor. Ayúdanos. Ya nos conoces. Somos tan torpes que nos confundimos con frecuencia y ponemos nuestra confianza en los hombres. Y nos llevamos cada desengaño… Sólo tú, Señor, sólo tú no fallas nunca. Sólo en ti puedo descansar seguro, sólo apoyado en la fuerza de tu brazo puedo caminar tranquilo en medio de tantas dificultades.

2 .-“Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor toda la tierra” (Sal 95, 1) Los cantares son expresión lírica de los más hondos sentimientos, borbotones gozosos de quien tiene rebosante el corazón. Por eso, la Iglesia ha cantado siempre. Podemos afirmar que desde que el hombre existe, al encontrarse con Dios ha roto a cantar: las palabras se quedaron entonces cortas y hubo que adornarlas con música.

Cuántas composiciones musicales tienen como motivo de inspiración un sentimiento religioso. Podemos decir que no hay en la historia de la música un buen compositor, que no haya dedicado alguna partitura para cantar al Señor. Desde luego los más célebres artistas del pentagrama han escrito alguna de sus mejores obras a un tema espiritual, arrancando del alma humana sentimientos de amor y de veneración hacia el Señor.

Cantar a Dios, tener el alma tan llena de fervor que la palabra resulte insuficiente, para manifestar lo que dentro del alma ocurre. Señor, hoy te pedimos que aumentes nuestro amor hacia ti, para que el gozo interior nos impulse a cantar con unción y piedad.

“Porque grande es el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses” (Sal 95, 4) En efecto, los dioses de los gentiles son mera apariencia, mientras que nuestro Dios y Señor ha hecho el cielo y la tierra. Dioses que el hombre mismo se ha ido fabricando a lo largo de los tiempos, pequeños y raquíticos, hechos a la propia medida. Y, como todo lo humano, algo caduco, efímero, pasajero. “Vanidad de vanidades y todo vanidad”, como afirma el sabio de Israel que el Señor mismo inspiró.

La fe en el Dios verdadero da relieve y sentido a la vida y a las cosas. En efecto, si el hombre mira con la perspectiva de la fe, descubre que sólo una cosa importa realmente, la salvación eterna. Por eso la vida que únicamente tiene unos horizontes terrenos resulta absurda, abominable incluso. Es de pena que por tan poca cosa se entusiasme e ilusione el hombre, animal incomprensible tantas veces.

Sólo Dios permanece, sólo él calma nuestra continua ansiedad, sólo él nos llena de verdad y plenamente. Vamos, pues, a preocuparnos un poco más de buscar a Dios, de creer en él, de esperarle, de amarle. Solamente así tendremos el corazón siempre joven, pronto para cantar con alborozo y con unción.

3.- “A vosotros, gracia y paz” (1 Ts 1, 1) Esta carta de San Pablo a los fieles de Tesalónica es probablemente el escrito más antiguo de cuantos componen el Nuevo Testamento. La fecha en que fue redactada data del año cincuenta. Y ya entonces encontramos estos saludos en los que se desea la gracia y la paz. Hoy, cuando han pasado tantos siglos, la Iglesia, a través de sus ministros y en nombre de Dios, sigue deseando a los hombres la gracia y la paz.

La gracia de nuestro Señor Jesucristo, esto es, su benevolencia, su favor. Gracia, en el sentido que se usa aquí, es lo contrario a paga estipulada. Se obtiene una gracia cuando se recibe algo de forma gratuita. Por eso cuando se nos desea la gracia de Dios, se nos desea su perdón y su amor, que son siempre fruto de su bondad y nunca algo merecido, o el resultado de un intercambio o una compraventa.

De ahí que estar en gracia de Dios equivale a estar en estado de amistad con él. Amistad que siempre resulta de su benevolencia, y nunca de un derecho que el hombre tenga frente al Señor. Así, pues, al desearnos la Iglesia la gracia de nuestro Señor Jesucristo nos desea la amistad con Dios, lo mejor que podemos tener.

“Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido…” (1 Ts 1, 4) Amados de Dios, sin que ninguno haya merecido ese amor, o se le haya adelantado tomando la iniciativa. ¡Amados de Dios!, si nos diéramos cuenta de lo que esto significa, si supiéramos valorar esa realidad divina, si conociéramos el don de Dios…

¡Tarde te amé -se lamentaba san Agustín al inicio de sus Confesiones-, oh belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Estabas dentro de mí y yo te buscaba fuera de mí, y andaba errante en todo lo bello que salió de tus manos. Todo eso me retenía lejos de ti, cuando todo eso si no fuera por ti no existiría. Llamaste, clamaste, rompiste mi sordera, me quemaste, resplandeciste y apagaste mi ceguera, me hiciste sentir tu fragancia y mi espíritu corrió tras de ti a quien tan sólo anhelo…

Palabras encendidas de un corazón apasionado que, después de mucho buscar, encontró en Dios lo que buscaba. Nos hiciste para ti -dirá también este gran hombre-, e inquieto está nuestro corazón hasta que repose en ti. Ojalá que acabemos de apreciar el amor infinito que Dios nos tiene y nos decidamos seriamente a querer a Dios sobre todas las cosas, y amarle con todas nuestras fuerzas, con toda el alma.

4.- “… y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21) Los fariseos iban estrechando el cerco contra Jesús. En esta ocasión se unieron a los herodianos, partidarios de la dinastía de Herodes, a quienes los fariseos rechazaban en su interior. Se cumplió así el salmo segundo que habla de cómo los poderosos de la tierra se amotinan, todos a una, contra el Mesías. También durante la Pasión, Pilato y Herodes enemistados entre sí, se reconciliaron a costa de Jesús.

En esta ocasión la emboscada urdida no podía ser más insidiosa. Cualquier respuesta era comprometida. Si decía que era lícito pagar el tributo, le acusarían de colaboracionista con el poder extranjero, y si contestaba negativamente podrían denunciarle ante la autoridad romana. Astucia y malicia que denota el odio profundo que tenían contra Jesús. Pero no sabían ellos que de Dios nadie se burla y que Cristo es el Hijo de Dios. Por eso su respuesta deshizo de un golpe la trampa.

Hay que dar al César lo que es del César. Hay que cumplir con los deberes cívicos. Jesús mismo pagó el tributo, aunque por su condición soberana no tenía obligación de hacerlo. Más tarde San Pablo, siguiendo la enseñanza del Maestro, hablará también de la obediencia debida al poder legítimamente constituido, de la obligación de pagar los tributos impuestos por el Estado.

La segunda parte de la respuesta de Jesucristo establece la independencia y separación de los dos poderes, el civil y el religioso. A Dios lo que es de Dios: la adoración rendida, la entrega generosa, la obediencia fiel a su Ley, el amor sobre todas las cosas.

Conforme a esta doctrina no es admisible mezclar lo político con lo religioso. No se puede comprometer a la Iglesia en banderías humanas, no se la puede vincular a ningún partido. La misión de la Iglesia es espiritual y trascendente, no material ni meramente humana. Intentar otra cosa es traicionar a Cristo y destruir su Iglesia.

Antonio García Moreno

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