Por Ángel Gómez Escorial
1.- Todo proyecto necesita, en un momento dado, de análisis y prospección del camino recorrido. Sea lo que sea. Y así el esfuerzo de reforma que nos pide la Cuaresma también necesita de examen. Y más ahora que estamos a la mitad de este tiempo fuerte de preparación. Podríamos dedicar la festividad del Tercer Domingo de Cuaresma para ver cómo va todo. No es que quede muy lejano el Miércoles de Ceniza, no; pero es verdad que nuestra vida suele ir muy rápida, con muchas obligaciones y trabajos. Y, desde luego, lo mejor que podemos hacer es atender a esas cuestiones laborales y profesionales que llenan nuestra vida. Pero, igualmente, hemos de tener tiempo para reflexionar sobre las cuestiones de fe que hacen que nuestra vida sea mejor.
2.- La reflexión pausada en torno a la Palabra de Dios que se nos muestra cada domingo es un buen método para esa necesaria introspección analítica de nuestra vida y de nuestra forma de acometer la existencia. No son estas, queridos amigos y amigas, unas palabras grandilocuentes o excesivamente “serias”. No. Hemos de parar y reflexionar. Veamos, pues. ¿Qué nos puede decir a nosotros en este domingo de marzo de 2019 el episodio de la zarza que arde sin consumirse? Sin duda, nos puede llamar la atención como a Moisés la permanencia en la combustión de una zarza seca que suele arder rápidamente, en pocos minutos, sobre todo en terrenos tan secos como los desiertos del Oriente Medio. Un hecho extraordinario nos atrae y nos asusta al mismo tiempo. Y es lo que le ocurrió a Moisés. Y no olvidemos, algunas veces fenómenos no habituales de la propia naturaleza nos hacen pensar inmediatamente en Dios.
3.- Ya tenemos a Moisés ante la zarza que arde y la presencia clara de Dios no se hace esperar. El relato del capítulo tercero del Libro del Éxodo es de gran belleza y nos muestra la relación entre Dios y Moisés, sin duda una de las más asombrosas de toda la Biblia. El propio Señor le enseña a Moisés como ha de comportarse en su presencia. Es, pues, un ejemplo de una insondable belleza y pleno de lógica. Dios anuncia a Moisés que librará a su pueblo de la opresión egipcia y que ha de ser el mismo Moisés quien anuncie a ese pueblo lo que va a hacer el Señor. Y, entonces, la pregunta es sencilla, muy obvia. ¿Y cuál es tu nombre? ¿A quién tengo que anunciar? ¿De parte de quien digo que voy? Lógico, ¿no? Y se produce una grandiosa lección teológica en esos momentos. Dios responde que no tiene nombre, que esta tan grande su realidad que solamente puede ser definido con una frase demasiado obvia y casi oscura: “Soy el que Soy”. Al conjugar ese verbo surge la fórmula del nombre hebreo de Dios “El que es”, Yahvé. Luego, muchos años después, al intentar pasarlo al griego se dio la traducción de una palabra que da una concreción ajena al pueblo hebreo, Teos, Dios. A su vez, Jesús de Nazaret, quien mejor enseñó quien era y como era “El que es”, lo llama Padre, Mi Padre, Vuestro Padre. Quedaba vigente el “sin nombre”. “El que es”. ¿Hermoso, verdad?
4.- Y san Pablo en la segunda lectura, que procede la primera Carta a los fieles de Corinto, relata el camino recorrido por Moisés y el pueblo hebreo diseñado por “El que es”. Y en ese peregrinar por el desierto ya estaba prevista la salvación ejercita por Cristo Jesús. Él era la fuente de agua viva necesaria para subsistir en terreno de zarzas y alimañas y, también, alimento venido del cielo para recorrer el camino hacia la salvación. A veces, a nosotros los cristianos, nos parece exagerado o inapropiado el Antiguo Testamento para nuestro concepto de fe y de religión. Y, sin embargo, todo está relacionado. Dios Padre, “El que es”, procura, intenta, a lo largo de toda la descripción veterotestamentaria, que su pueblo no le olvide, que no adore a ídolos, a dioses extranjeros”. Está, como el Padre de la parábola del Hijo Pródigo, esperando en lo alto del promontorio del camino a que aparezca la figura del hijo perdido. En un momento dado, en un tiempo ya de madurez de la existencia humana, ese Dios totalmente enamorado de un pueblo, siempre díscolo y errático, envía a su propio Hijo –se envía a sí mismo—para lograr la reconciliación definitiva… Y, ¡caramba!, si el esfuerzo de Dios está siempre presente, ¿hemos, nosotros, de darle la espalda?, ¿no hemos de corresponder a ese amor entregado con un estado de cosas más afín a lo que el Señor quiere?
5.- En el evangelio de Lucas, que acabamos de escuchar, se nos pide lo mismo que “El que es” ha ido rogando durante toda la historia de la humanidad: que nos convirtamos a Él, y que sigamos el camino unidos. Jesús nos pide conversión. Pero, además, da una lección importantísima respecto a Dios, Su Padre. Pilato que despreciaba gravemente las creencias de los judíos había derramado y mezclado sangre humana con la animal de los sacrificios. Eso era una gran desgracia. Sin duda, a esos galileos ajusticiados por el gobernador romano habían sufrido un gran agravio final. Y Jesús aclara que no es el pecado lo que produce la muerte, ni Dios, “El que Es”, busca la muerte del pecador, su aniquilación. La enfermedad tampoco es producto del pecado. Ninguna transgresión a la voluntad de Dios se salda con una venganza del Señor. Y, sin embargo, los judíos lo creían así. Y mucha gente de ahora también, cuando evalúa las grandes desgracias de nuestro tiempo, lo hace si fueran castigo divino. ¿Son los terremotos terribles de Haití y Chile un castigo de Dios? Claro que no.
6.- La enseñanza fundamental que nos muestra Lucas en el evangelio de Dios es la misericordia de Dios y su espera permanente a que el pecador se convierta: la higuera sin fruto recibe su oportunidad para que cambie. Una vez más la replantará, la regará y esperará un año más para que dé fruto. Y esta espera es muy oportuna, porque nos dice a nosotros que todavía estamos a tiempo de rectificar y que Dios lo espera. Aprovechemos esta “tregua” que Dios nos ofrece. Apliquemos nuestro mejor ejercicio de reflexión para evaluar cómo marcha el camino de conversión, de vuelta de nuestros ojos a Dios. Eso es, en definitiva lo que nos piden las lecturas de hoy.
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