07 diciembre 2018

Hemos disminuido la esperanza


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"Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor. Y todos verán la salvación de Dios". San Lucas, cap. 3.
Un estudiante termina su examen, entre preocupado y alegre, y se va repasando las respuestas. A esto lo llamamos esperanza. Un desempleado entrega su solicitud y empieza a aguardar la llamada de la empresa.
A esto lo llamamos esperanza. Un ambicioso compra el billete de lotería y comienza a fabricar castillos en el aire. A esto lo llamamos esperanza. Pero en Navidad, es bueno mirar más allá de estos anhelos pequeños y temporales. Porque los discípulos de Cristo somos profesionales de una esperanza mayor, total y plena.
El Evangelio nos habla de "elevar los valles, allanar los montes y colinas, enderezar los caminos torcidos"... Toda una ingeniería espiritual, que nos ayudará a proyectar nuestra esperanza hacia cosas más altas, sin descuidar las pequeñas y ordinarias.
Pero cuando el cristiano alcanza cierto ideal religioso, ya no aguarda de Dios sus bondades. Espera a Dios. "No quiero tus dones, no. Lo que yo quiero es a ti", como dijo el poeta. Lo cual no se alcanza únicamente por nuestro humano esfuerzo. Es una hermosa y misteriosa conciliación de dos actitudes: Del amor de Dios y de nuestra correspondencia. Somos siervos inútiles, pero El ha querido hacernos a la vez, a la vez, siervos indispensables.

En esta espera del Señor, el verdadero discípulo no aguarda maravillas. Bruce Marshall en su novela "El Milagro del Padre Malaquías", hace decir a un cardenal: "A la Iglesia de Cristo no le gustan mucho los milagros. Una fe auténtica se complace más bien en esas cosas simples que Dios realiza para nosotros diariamente.
Cosa simples que, para el creyente, son lenguaje cifrado que le descubre al amoroso autor. No es menos divina y paternal la providencia rutinaria del Creador en cada semilla, en cada cuna, en cada amanecer, en cada pacto de amor, en cada conciencia. Providencia que puede parecernos usual y gris, pero que madruga cada día a alimentar los pájaros y a vestir los lirios. Sobre ella se apoya nuestra esperanza fatigada e inerme, que no cesa de rezar el Padrenuestro en medio de muchas distracciones.
Todo este descubrimiento del Dios de las bondades y de las bondades de Dios comenzó en la primera Navidad. Ahora nos toca pintar con estos viejos colores de Belén todo este mundo dolorido y enfermo. En otros términos, es necesario regresar a Dios.
Elevamos los valles cuando levantamos las manos y el corazón para suspirar por un mundo nuevo, bajo la luz del Evangelio. Allanamos los montes y colinas, si renunciamos a nuestro orgullo y capitulamos de tantos egoísmos. Enderezamos los caminos torcidos cuando regresamos a la oración y los sacramentos.

El Señor nos invita a acercarnos a la Iglesia. Entonces se hará realidad nuestra esperanza. "Esta es nuestra confianza escribía san Pablo a los filipenses: Que quien ha inaugurado una empresa buena entre nosotros la llevará adelante hasta el día de nuestro encuentro con Cristo Jesús. Llegaremos entonces irreprochables y cargados de frutos de justicia".

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