No sé si recordáis el evangelio del domingo pasado, donde un ciego le llamó a gritos a Jesús y le pidió: “Maestro, que pueda ver”, y tras su recuperación de la vista siguió a Jesús. Eso sucedió en el camino de Jericó a Jerusalén.
Hoy vemos a Jesús, que ya ha llegado a Jerusalén. Y vemos que también se le acerca un hombre, pero no para pedirle nada, sino con una pregunta. Se trata de un escriba; acaso un hombre con dudas, con interrogantes acerca de su vida. Y se le acerca para preguntarle algo que se ve que le preocupa.
Y aquí tenemos ya una primera reflexión que hacernos: ¿Qué o a quién busco yo en mi vida? ¿Me interrogo por cuestiones que me preocupan o me dejo llevar por la vida sin más? ¿Dónde y a quién me dirijo para resolver mis dudas? ¿Busco respuestas? Ante un mundo con tantos intereses, con tantas ofertas, con tantos estímulos, ¿hacia dónde focalizo mis inquietudes?
Sin duda ese escriba del evangelio de hoy es un buen reclamo para bucear y profundizar dentro de nosotros mismos. La actitud de ese escriba bien podría ser una llamada para cada uno de nosotros: examinar mi mundo, mis intereses, mis preocupaciones, mis relaciones, mis dudas, mis miedos. Mirar mi calado o la superficialidad de mi vida. Lo peor, desde luego, es que no nos hiciésemos preguntas.
Me llama la atención que quién se cerca hoy a Jesús es un escriba, es decir un conocedor y especialista de la ley. Y me llama la atención porque a pesar de ser escriba, no cree saber todas las cosas de Dios, se siente pobre de espíritu y alarga su mano a Jesús, como Bartimeo, con un interrogante, con una pregunta. Es, pues, un hombre que busca.
El Evangelio, la Palabra de Dios, es un verdadero catalizador de nuestras actitudes vitales; el que nos pone ante el espejo de nuestra vida. En el evangelio que escuchamos este domingo vemos a un escriba que se acerca a Jesús lleno de interés y le hace una pregunta directa: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”
Y la respuesta de Jesús ya la hemos escuchado: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.”
Corazón, alma, mente, ser. Cuatro términos con los que Jesús quiere expresar la totalidad. Cuatro términos que quieren significar una plenitud de amor, que compromete todas nuestras facultades para amar.
Es necesario, pues, que el amor nos queme por entero: de la cabeza a los pies, de la mente al cuerpo, de la mañana a la tarde, y de la tarde a la mañana, de la infancia a la vejez. ¿Amo yo así a Dios, con la totalidad de mi vida, con la totalidad de mi ser?
El segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Es decir: tú eres la medida del amor a tu prójimo. No tienes que buscarla lejos de ti; amar a los demás como tú te amas a ti mismo. ¡Qué buena medida es!
Ni una espiritualidad, pues, de huida del mundo para refugiarse egoísticamente sólo en Dios, ni querer remplazar el primer mandamiento: Amor a Dios, por sólo una sociología de amor filantrópico, solo al hombre.
En el pensamiento de Jesús, se apoyan el uno en el otro, tienen la misma importancia como mandamiento.
Juan nos lo “tradujo” muy bien en una de sus cartas: “Quien dice amar a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano, a quien ve, es un mentiroso”. Amar a Dios sin amar al prójimo es una mentira.
Agustín Fernández, sdb
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