Sólo una lectura superficial o fundamentalista de este evangelio puede ver en la misma un anuncio del “fin del mundo”. Incluso si más de un predicador de la bella época se ha complacido en hacer temblar de miedo a sus oyentes con un comentario angustioso de esta página del Evangelio, la verdad es que dicha página nos ofrece más bien un mensaje henchido de esperanza.
En la tradición profética del Antiguo Testamento (por ejemplo, Jer. 8, 2; Ez 8, 16), el sol y la luna eran representaciones de las divinidades paganas. Las estrellas y los poderes celestes representaban a los jefes de las naciones que se apoyaban en esos dioses para oprimir los pueblos, y se hacían considerar a si mismos como dioses. Diversos textos de los mismos profetas (Isaías, Jeremías, Ezequiel) describían las caídas de sus imperios bajo la imagen de un catástrofe cósmica. Idéntico lenguaje poético y cuajado de imágenes al que utiliza Jesús.
En el momento en que fue redactado este Evangelio, se hallaba el mundo sometido a conflictos, guerras, depresiones. Los grandes poderes se hacían la guerra, no pocas veces por medio de pueblos interpuestos, y los opresores pretendían actuar en virtud de una misión divina. El futuro de pueblos enteros se veía sacrificado a las ambiciones de poder orgulloso, embriagados de su supremacía. ¿Situación muy diferente de la que hoy tenemos? Piénsese en el Congo, en Angola, en el Timor Oriental, en Perú, sin olvidar a Israel y Palestina.
El Evangelio anima a los primitivos cristianos a proseguir luchando fielmente en este mundo de desgracia. Todos estos poderes terminarán cayendo. Tan sólo el reino de amor y de fraternidad instaurado por el Hijo del hombre durará eternamente. La afirmación de que “el Hijo del hombre” aparecerá en su gloria es el anuncio de la victoria de lo humano (realizado en su plenitud en Jesús de Nazaret) sobre la inhumanidad y la opresión. Ya ha venido Jesús de Nazaret, pero lo han matado. Vuelve a venir ahora a través de todos sus discípulos que, como Él y en nombre suyo son portadores de su mensaje a los cuatro rincones del mundo. Mucho de sus discípulos han sufrido o van a sufrir la misma suerte que Él. Son sus testigos (sus “mártires”).
Y porque este mensaje suyo ha llegado a todos los confines de la tierra, envía a sus mensajeros a reunir a los elegidos de los cuatro rincones del mundo. Sólo Él puede llevar a cabo una “globalización” que no se convierta en hegemonía de los fuertes sobre los débiles, toda vz que los débiles y los pequeños son sus privilegiados.
Si la primera parte de este relato evangélico nos habla de la caída de los potentados, del fin de inmundo de opresión, la segunda parte del mismo, llena del frescor de la nueva vida, nos describe el nuevo mundo – nuevo mundo que ha comenzado ya y que nos ha dado la responsabilidad de llevarlo a cabo aquí abajo – bajo la imagen tan delicada de una higuera cuyas ramas se hacen tiernas en primavera y cuyas hojas comienzan ya a a brotar.
La generación de Jesús era la generación del segundo éxodo. Al igual que la del primer éxodo, seguía esperando en un Mesías que habría de otorgarle la supremacía sobre todos los pueblos paganos. Jesús anuncia que “antes de que pase esta generación” todas estas falsas esperanzas han de quedar aniquiladas por la ocupación de Jerusalén y la destrucción del templo. Eso mismo sucederá, antes o después a una hora que sólo Dios conoce, a todos los poderes opresores de los pueblos ene. curso de los siglos.
El mensaje de este Evangelio está henchido de esperanza. Y lleva asimismo una misión. Nuestra misión de Cristianos consiste en adelantar este pleno advenimiento del Hijo del Hombre, esta plena humanización de la sociedad, viviendo en ella el Evangelio. Entonces, haciendo caer todas esas separaciones que hemos ido estableciendo entre nosotros, reunirá Él a los elegidos “de los cuatro rincones del mundo, de la extremidad de la tierra a la extremidad del cielo”. En la medida en que sea este mundo un mundo de amor, no habrá llegado el fin. ¿Podría Dios destruir lo que ha creado por amor? – El único miedo que podemos nosotros tener es el de no amar suficientemente.
A. Veilleux
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