(Sb 7, 7-11; Sal 89; Hbr 4, 12-13; Mc10, 17-30)
Al meditar los textos que nos propone la Liturgia de la Palabra de este domingo, nos puede asaltar la pregunta sobre el significado de la Sabiduría que, según el libro sagrado, merece la mayor valoración: “La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro”.
El salmista alude a la bondad y a la misericordia del Señor. Quien las recibe se colma de alegría y toda su vida estará llena de júbilo. ¿Será el tesoro de la Sabiduría la experiencia de la bondad del Señor, de su misericordia? “En Él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de la gracia” (Ef 1, 7).
El Evangelio presenta a los discípulos haciendo cuentas un tanto especuladoras con su entrega, y desean saber el rendimiento que supone haberlo dejado todo. Jesús les responde: -«Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más-casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones– y en la edad futura, vida eterna».
Comparando los relatos, si la Sabiduría es más que las riquezas, y el seguimiento de Jesús supone centuplicar los bienes, cabe interpretar que el verdadero tesoro es haberse encontrado con la persona del Señor. San Pablo reconoce: “A mí, el más insignificante de los santos, se me ha dado la gracia de anunciar a los gentiles la riqueza insondable de Cristo” (Ef 3, 8).
Los que tienen experiencia del amor de Dios, revelado en su Hijo amado, testifican que nada hay en el mundo que pueda compararse con el don de la fe. Así es para los creyentes, “a quienes Dios ha querido dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros” (Col 1, 27).
Resulta un tanto doloroso echarle cuentas a Jesús y especular con Él, a la manera de los discípulos. Quien encuentra al Señor sabe que es haber encontrado la mayor riqueza, y que Él pide que se le dé el corazón. “En él están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2, 3). Por el don de la fe, se toma conciencia de estar habitados por Dios y convertidos en santuarios donde reside la paz, la esperanza y el gozo que nadie más puede dar.
San Pablo nos advierte sin embargo: “Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”.
Agradecemos esta aportación a Don Ángel Moreno de Buenafuente
Fuente: la-oracion.com
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