1.- Amar a Dios y al prójimo vale más que todos los holocaustos y sacrificios. El escriba que se acercó a Jesús a preguntarle cuál era el primer mandamiento de todos, sabía muy bien, porque lo recitaba todos los días de memoria, que amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todo el ser era el primer mandamiento. Sabía también que amar al prójimo era un mandato de la Ley. Pero la respuesta de Jesús, poniendo el mandamiento del amor al prójimo al lado mismo del amor a Dios le pareció muy bien al escriba y así se lo dijo con sinceridad a Jesús. Jesús le responde que está cerca del reino de Dios. No es tan fácil entender esto, ni mucho menos practicarlo. Porque en nuestra vida diaria decimos, y lo decimos con verdad, que nuestra bondad se demuestra haciendo obras buenas: obras son amores y no buenas razones. El árbol bueno da frutos buenos y el árbol malo, frutos malos. Por sus frutos se conocen los árboles. Yo creo que lo importante aquí es entender qué es lo que hace buena a una obra. Y lo que aquí nos dice Jesús es que es siempre el amor a Dios y al prójimo el que determina la bondad de nuestras obras buenas. Es decir, que una obra legalmente buena no es moralmente buena si no está inspirada directamente en el amor a Dios y al prójimo. Podemos rezar mucho, y hacer muchas limosnas, y cumplir fielmente los mandamientos; si no es el amor a Dios y al prójimo el que inspira y motiva nuestras “buenas” acciones, estas acciones no son moralmente buenas, no nos salvan. Los fariseos se fijaban sobre todo en el cumplimiento legal y externo de las obras que estaban mandadas en la Ley; Jesús prefiere que nos fijemos en el amor con que hacemos estas obras. Porque al final, como nos repetirá frecuentemente San Pablo, sólo nos salvará el amor, el amor a Dios y al prójimo.
2.- Escucha, Israel: amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas. Moisés, en este texto, quiere prevenir a su pueblo contra la idolatría. Le dice a su pueblo que si quiere crecer y multiplicarse debe obedecer a su Dios, a Yahveh, como al único Dios. Yahveh es el único Dios y no tolera que su pueblo entregue su corazón a otros dioses. La idolatría fue siempre el gran peligro del antiguo Israel, rodeado como estaba de pueblos idólatras. También nosotros, hoy día, sufrimos el peligro constante de la idolatría; son muchos los ídolos que quieren dominar nuestro corazón, como pueden ser el dinero, el poder, el placer, la ciencia atea. Jesús sigue diciéndonos hoy a nosotros, a través de su evangelio, que sólo Dios merece nuestra obediencia y nuestra entrega total y que debemos manifestar nuestro amor a Dios amando a nuestro prójimo como el mismo Cristo nos amó. El Dios encarnado en Cristo es nuestro único Dios y a él debemos escuchar y obedecer. Sabiendo que para Jesús el amor a Dios y al prójimo van siempre unidos.
3.- Él no necesita ofrecer sacrificios cada día, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. El autor de esta carta a los Hebreos se refiere, claro está, a Cristo como sumo y eterno sacerdote. Cristo en la cruz se ofreció a sí mismo al Padre, como sacrificio de expiación por nuestros pecados. De este sacerdocio de Cristo participamos todos los cristianos, mediante nuestro bautismo. Todos los cristianos somos, pues, sacerdotes, porque participamos del sacerdocio de Cristo. Es lo que se llama el sacerdocio común, que adquirimos todos los cristianos cuando nos bautizan. Por eso, también cada uno de nosotros debemos ofrecer nuestras vidas a Dios, unidas a la vida de Cristo, como sacrificio de expiación por nuestros pecados y por los pecados del mundo. La vida del cristiano debe ser siempre una vida que salve y redima; somos sacerdotes llenos de debilidades, pero cuando unimos nuestro sacrificio al sacrificio de Cristo participamos de la santidad e inocencia de Cristo, nuestro único y eterno sacerdote.
Gabriel González del Estal
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