1.- DOLOR DE CRISTO. – El Señor quiso triturarlo. Lo quiso Dios, el Padre Eterno, el Infinitamente Bueno. Lo quiso. Triturarlo, al Hijo, al Verbo hecho carne, a Dios mismo hecho hombre. Misterio que nos asombra y confunde. Misterio que rebosa nuestras posibilidades de comprensión. Misterio que sobresale luminoso por entre las tinieblas de nuestras cortas luces.
Y él, Jesús de Nazaret, dijo que sí. Se sometió a los planes pavorosos del Altísimo. Y su carne joven sintió el rudo golpe del látigo, la penetración lacerante de la lanza, el punzar de mil espinas sobre la frente y la nuca. Triturado, aniquilado como víctima de holocausto, derramado totalmente sobre el altar de Dios, sobre el altar de la Cruz.
Sin embargo, aquello originaba una descendencia numerosa, una vida sin fin, el triunfo definitivo en sus manos de Rey de reyes. Y la Cruz desnuda y nudosa se cubre de esplendorosos rayos de gloria, del nimbo luminoso de la Resurrección… Te contemplamos colgado de la Cruz. Y te vemos sereno, majestuoso, vencedor de la muerte… Y te pedimos la gracia de asemejarnos a ti, para vivir colgados de la Cruz de cada día, abrazados a ella. Para morir sin morir, para morir y resucitar, para saber perder la vida y así ganarla definitivamente.
Precisamente por esa humillación, Dios lo ensalzó. De ahí que diga San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, ante se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre.
Los mismos sentimientos que tú, Señor. El mismo deseo de pasar oculto, el mismo afán de entregarte a los planes de Dios, el mismo empeño en llevar tu decisión inicial hasta las últimas consecuencias. Estar dispuesto a la misma muerte por amor a ti. Y estar dispuesto también a no morir, a vivir día tras día el martirio escondido de una vida plenamente cristiana. Tener los mismos sentimientos que tú… Haz que así sea. A pesar de nuestra miseria, despierta en nuestro corazón los mismos deseos, las mismas ilusiones de amor que tiene el tuyo.
Así lograremos, también nosotros, la gloria de vencer, de ser exaltados junto a Cristo, gozar de su inmenso triunfo. Una vida nueva y distinta. Una esperanza viva y siempre abierta. Poder cantar jubilosos el himno de los vencedores, la marcha triunfal de los que reinarán eternamente en la Tierra Prometida por Dios.
2.- UN CAMINO CLARO. – Qué atrevidos son los jóvenes, qué osadía suelen tener. Eso explica, aunque no justifique, la actuación de los hijos de Zebedeo. Juan desde luego era muy joven, y probablemente también lo sería su hermano Santiago. Ante el estupor y la indignación de los demás apóstoles, “los hijos del trueno” se atreven a pedir al Maestro los primeros puestos en el Reino, ocupar como principales ministros del gran Rey los sitiales de la derecha y el de la izquierda.
“No sabéis lo que pedís -les recrimina Jesús-, ¿sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber?”. Ellos contestaron sin vacilar: “¡Podemos!” El Maestro debió sonreír ante aquellos nobles deseos tan llenos de ingenuidad. Jesús, como siempre, les habla con claridad de las dificultades que supone el seguirle: Beberéis mi cáliz, sufriréis por amor a Mí, pero esos puestos ya están reservados para otros.
Al parecer, esa contestación no les desanima en su afán de seguir a Jesucristo y continuarán cerca de él, amándole con toda el alma, sirviéndole hasta el fin de sus vidas, abriendo y cerrando la serie de los doce apóstoles que morirán en servicio del Evangelio. Así, Santiago el Mayor será el primero en morir, mientras que Juan será el último del Colegio Apostólico que morirá, dando testimonio de lo que vio hasta el momento final de su vida, bebiendo día a día, sorbo a sorbo, aquel cáliz de gozo y de dolor que el Señor les había prometido.
La atrevida petición de los hijos de Zebedeo da pie al Maestro para enseñar a los Doce, y a cada uno de nosotros, que en el Reino de Dios no se puede buscar la gloria y el honor de la misma forma a como se consigue en los reinos de acá abajo, en que los ambiciosos o los malvados sin escrúpulos suelen escalar hasta la cima de los primeros puestos, para aprovecharse luego de los demás y enriquecerse a costa de unos y de otros. En el Reino de Dios para triunfar hay que humillarse antes, para llegar a reinar con Cristo primero hay que pasarse la vida sirviendo.
“El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos”. Esa es la doctrina sublime y misteriosa del divino Maestro. No hay otro camino ni otra fórmula. Ese es el itinerario que Cristo, nuestro Dios y Señor ha marcado con su misma vida. Él, siendo quien era, no consideró codiciable su propia grandeza divina y se despojó de su rango hasta hacerse un hombre más. Incluso, dentro de su condición humana, tomó la forma de siervo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. Su humillación fue suprema y única, un camino claro, decidido y generoso para que nosotros lo recorramos con abnegación y con gozo.
Antonio García-Moreno
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