Hace
un par de años presencié un acto de valentía que me congeló la sangre. En una
asamblea estudiantil del colegio tuve la oportunidad de hablar sobre el mal
hábito de victimizar a algún compañero y de manifestar que cada uno de nosotros
estaba en capacidad de salir en su defensa en vez sumarse al grupo de los
victimarios. Al terminar mi intervención, el debate se abrió para permitir que
cada cual manifestara su opinión. Los estudiantes estaban en libertad de
agradecer a cualquiera que les hubiera
tendido la mano y algunos efectivamente lo hicieron. Una chica agradeció a los
amigos que la ayudaron durante una crisis familiar. Un chico habló de ciertas
personas que lo habían apoyado durante una época de dificultades emocionales.
Poco
después, una joven que estaba por graduarse se acercó al micrófono, señaló la
sección de secundaria y retó al colegio.
“Suspendemos
el abuso a ese chico. No cabe duda de que él es distinto de todos nosotros,
pero hace parte de nuestra comunidad. Su alma es igual a la nuestra y requiere
de nuestra aceptación, nuestro amor, nuestra compasión y apoyo. Necesita tener
amigos. ¿Por qué nos hemos dedicado a abusar de él y a tratarlo brutalmente?
“¡Reto
al colegio entero para que dejemos de victimizarlo y le brindemos una
oportunidad!”
Durante
su intervención yo estaba de espaldas a la sección donde se encontraba el chico
objeto de su pronunciamiento, y no tenía ni idea de quién se trataba. Sin
embargo, era obvio que todos los alumnos lo conocían.
Me
dio hasta miedo mirar hacia su sección, pues me imaginaba que el chico debía
estar colorado de la vergüenza y deseando estar en cualquier otro lugar, menos
ahí. Pero al mirar hacia atrás pude observar a un chico con una sonrisa de
oreja a oreja. Su cuerpo rebotaba sobre el asiento y tenía el puño alzado en
alto. Todo su ser parecía decir a gritos: “¡Gracias, gracias. Sigue
hablándoles. Hoy me has salvado la vida!”.
Bill Sanders
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