27 agosto 2018

Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23 (Evangelio – Domingo XXII de Tiempo Ordinario)

En la primera parte del Evangelio según Marcos (cf. Mc 1,14-8,30), el autor presenta a Jesús como el Mesías que proclama el Reino de Dios. Desplazándose por toda Galilea, Jesús anuncia la Buena Nueva del Reino de Dios con sus palabras y con sus gestos, proponiendo un mundo nuevo de vida, de libertad, de fraternidad para todos los hombres. Su propuesta provoca las reacciones y las respuestas más diversas en los líderes judíos, en el pueblo y en los propios discípulos.
La escena que hoy se nos propone en el Evangelio nos muestra, precisamente, la reacción de los fariseos y los doctores de la Ley ante la actuación de Jesús.
Poco antes, Jesús había realizado la multiplicación de los panes y de los peces (cf. Mc 6,34-44) proponiendo, con su gesto, un mundo nuevo de fraternidad, de servicio y de solidaridad (el “Reino de Dios”); y los líderes judíos, sin coraje para enfrentarse directamente con Jesús y para realizar otra propuesta, escogen a los discípulos como blanco de sus críticas.
Naturalmente esos fariseos
, cumplidores de la Ley, van a cuestionar a los discípulos de Jesús sobre la forma deficiente como estos cumplen con la “tradición de los antiguos”.
Para los fariseos, la “tradición de los antiguos” no se ciñe únicamente a las normas escritas y contenidas en la Ley (Torah), sino que además había un inmenso conjunto de leyes orales donde aparecían las decisiones y las sentencias de los rabinos acerca de los más diversos temas.
En la época de Jesús, esa “tradición de los antiguos” constaba de 613 leyes (tantas como las letras del Decálogo dado a Moisés en el Monte Sinaí), de las cuales 248 eran preceptos de formulación positiva y 365 eran preceptos de formulación negativa.
Esas leyes, que el Pueblo tenía dificultad en conocer en su totalidad y que tenía dificultad, aún más, en practicar, eran, para los fariseos, el camino para hacer de Israel un Pueblo santo y para preparar la venida liberadora del Mesías. Va a ser, precisamente, alrededor de esta temática donde va a centrarse la polémica entre Jesús y los fariseos, la que el Evangelio de hoy nos relata.
Cuando Marcos escribió su Evangelio (en la década de los 60), la cuestión del cumplimiento de la Ley judía aún era una cuestión “caliente”.
Para los cristianos venidos del judaísmo, la fe en Jesús debía ser complementada con el cumplimiento riguroso de las leyes judías. Mientras, la imposición de las costumbres judías llevaría, ciertamente, a la marginación de los cristianos venidos del paganismo.
La cuestión que había que resolver era la siguiente: ¿el cumplimiento de la Ley de Moisés era importante para la comunidad cristiana? ¿Para que el Reino que Jesús proponía se hiciera presente, era necesario el cumplimiento íntegro de la Ley judía?
El Concilio de Jerusalén (alrededor del año 49) ya había dado una primera respuesta a la cuestión: para los cristianos, lo fundamental es la persona de Jesús y su Evangelio; no es lícito imponer a los cristianos venidos del paganismo el fardo de la Ley de Moisés.
Sin embargo, el problema continuó durante algunas décadas más, sobre todo a propósito de los tabúes alimenticios hebreos y que los cristianos venidos del judaísmo pretendían imponer a toda la Iglesia (cf. Rom 14,1-15,6).
Es, probablemente, a esta temática a la que el evangelista Marcos quiere responder.
Los pueblos antiguos, en general y el judío, en particular, sentían un gran desconcierto cuando tenían que lidiar con ciertas realidades desconocidas y misteriosas (casi siempre ligadas a la vida y a la muerte) que no podían controlar ni dominar.
Creían, entonces, en un conjunto abundante de reglas que hacían de intermedirarias en el contacto con esas realidades, (por ejemplo, los cadáveres, la sangre, la lepra, etc.) o que, por lo menos, regulaban la forma de tratar con ellas, de forma que las hiciera inofensivas.
En el contexto judío, quien infringía, incluso involuntariamente, esas reglas se colocaba en una situación de marginalidad y de indignidad que le impedía aproximarse al mundo divino (el culto, el Templo) y tampoco podía formar parte del Pueblo santo de Dios. Se decía, entonces, que la persona quedaba “impura”. Para volver a adquirir el estado de “pureza” y poder formar parte de la comunidad del Pueblo santo, el creyente necesitaba realizar un rito de “purificación”, cuidadosamente estipulado en la “Ley”.
En la época de Jesús, las reglas de “pureza” habían sido abundantemente ampliadas por los doctores de la Ley.
En opinión de los rabinos de Israel, existía una lista inmensa de cosas que hacían al hombre “impuro” y que lo apartaban de la comunidad del Pueblo santo de Dios. De ahí la obsesión con los rituales de “purificación”, que debían ser cumplidos a cada momento en la vida diaria.
Uno de esos ritos consistía en lavarse las manos antes de las comidas. En su origen está, probablemente, la universalización del precepto que mandaba a los sacerdotes lavarse los pies y las manos, antes de aproximarse al altar para el ejercicio del culto (cf. Ex 30,17-21).
En la perspectiva de los doctores de la Ley, la purificación de las manos antes de las comidas, no era una cuestión de higiene, sino una cuestión religiosa. En cada momento el creyente corría el riesgo, incluso sin saberlo, de tropezar con una realidad impura y tocarla; para evitar que la “impureza” (que se le quedaba prendida en las manos) se introdujese, juntamente con los alimentos, en el cuerpo, se le exigía lavarse las manos antes de las comidas.
En Galilea, tierra en permanente contacto con el mundo pagano y donde las normas de “pureza” no eran tan rígidas como en Jerusalén, no se daba demasiada importancia al ritual de lavar las manos antes de las comidas para evitar la ingestión de “impureza”.
Los fariseos venidos de Jerusalén, siendo testigos de que los discípulos comían sin realizar el gesto ritual de la purificación de las manos, quedaron escandalizados y contaron el caso a Jesús. Probablemente la historia sirvió a los fariseos para sondear a Jesús y para averiguar su ortodoxia y su respeto por la tradición de los antiguos.
Para Jesús, la obsesión de los fariseos con los ritos externos de purificación, es síntoma de una grave deficiencia en cuanto a la forma de ver y de vivir la religión; por eso, Jesús responde al reparo de los fariseos con alguna dureza.
Partiendo de la Escrituras (v. 6-8) y del análisis de la praxis de los judíos (v. 9-13), Jesús denuncia esa vivencia religiosa que se interesa únicamente en la repetición de prácticas externas y formales, pero que no se preocupa de la voluntad de Dios (“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”, v.6) o con el amor a los hermanos. Se trata de una religión vacía y estéril (“El culto que me dan está vacío”, v. 7), que no viene de Dios sino que ha sido inventado por los hombres ( “la doctrina que enseñan son preceptos humanos”, v. 7).
A aquellos que apuestan por una religión de ritos estériles, Jesús les llama “hipócritas” (v. 6): les interesa más el “aparentar” que el “ser”, la materialidad que la esencia de las cosas.
Cumplen las reglas, pero no aman; visten, con fingimiento, la máscara de la religión, pero no se preocupan mínimamente de la voluntad de Dios. Esta religión es una mentira, una hipocresía, aunque se revista de santidad y piedad.
Después, Jesús se dirige a la multitud y formula el principio decisivo de la auténtica moralidad: “Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre” (v. 15).
Este es el principio general, a primera vista enigmático y capaz de recibir diversas interpretaciones, y que será explicado más adelante: “Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro” (vv. 22-23).
Lo dicho por Jesús se refiere, naturalmente, a dos “circuitos” distintos: el del estómago (donde entran los alimentos que se ingieren) y el del corazón (de donde salen los pensamientos, los sentimientos y las acciones). Los alimentos que entran en el estómago no son fuente de “impureza”; pero los pensamientos y las acciones que salen del corazón del hombre sí que son fuente de “impureza”: apartan al hombre de Dios y de la comunidad del Pueblo santo.
En la antropología judía, el “corazón” es el “interior del hombre” en sentido amplio; es ahí donde está la sede de los sentimientos, de los deseos, de los pensamientos, de los proyectos y de las decisiones del hombre. Es en ese “centro vital” de donde todo parte donde es preciso actuar.
La verdadera religión no pasa, por tanto, por el cumplimiento de reglas externas, que regulan lo que el hombre come o no come, sino que pasa por una auténtica conversión de corazón, que lleve al hombre a dejar la vida vieja y a transformarse en un Hombre Nuevo, que asume y que vive los valores del Reino.
La preocupación por las reglas externas de “pureza” es una preocupación estéril, que no toca lo esencial, el corazón del hombre; así, puede servir para distraer al creyente de lo esencial, dándole una falsa seguridad y una falsa sensación de estar en regla con Dios.
La verdadera preocupación del creyente debe ser moldear su corazón, a fin de que sus sentimientos, sus deseos, sus pensamientos, sus proyectos, sus decisiones se realicen, día a día, desde la escucha atenta de los desafíos de Dios y en el amor a los hermanos.
¿Qué es lo decisivo en la experiencia religiosa?
¿Será el estricto cumplimiento de las leyes definidas por la Iglesia?
¿Serán las manifestaciones exteriores de religiosidad las que definan quien es bueno o malo, santo o pecador, amigo o enemigo de Dios?
Las “leyes” tienen su lugar en una experiencia religiosa, en cuanto señales indicadoras de un camino a recorrer. Sin embargo, es preciso que el creyente tenga el discernimiento suficiente para dar a la “ley” un valor justo, viéndola únicamente como un medio para llegar más allá en el compromiso con Dios y con los hermanos.
La finalidad de nuestra experiencia religiosa no es cumplir las leyes, sino profundizar en nuestra comunión con Dios y con los otros hombres siendo, eventualmente, ayudados en ese proceso por las “leyes” que nos indican el camino a seguir.
Si hacemos de las leyes algo absoluto, pueden convertirse, para nosotros, en un fin y no en un medio, en un camino. En ese caso, las “leyes” serán una forma de acallar nuestra conciencia, de vernos en paz con Dios, de sentir que Dios nos debe algo porque cumplimos todas las reglas establecidas; volviéndonos orgullosos y autosuficientes, pues sentimos que somos nosotros los que, con nuestro esfuerzo para estar en regla, conquistamos nuestra salvación. Dejamos de necesitar de Dios, o sólo lo necesitamos para que valore nuestro esfuerzo y para darnos aquello que juzgamos que es una “justa recompensa”.
El culto que prestamos a Dios puede convertirse, en ese caso, en un proceso interesado de compra-venta de favores y no en una manifestación del amor que nos llena el corazón. Nuestra religión será, en ese caso, una mentira, un negocio, que Dios no aprecia ni puede aprobar.
De acuerdo con las enseñanzas de Jesús, no es muy religioso o muy cristiano quien acepta todas las “leyes” propuestas por la Iglesia, o quien cumple escrupulosamente todos los ritos; sino que es un cristiano verdadero aquel que, en su corazón, se adhiere a Jesús e intenta seguirlo por el camino del amor y de la entrega, que acepta formar parte de la comunidad de los discípulos, que acoge con gratitud los dones de Dios, que celebra la fe en comunidad, que acepta realizar con los hermanos una experiencia de amor compartido.
Esto es lo que Jesús quiere decir cuando invita a sus discípulos a no preocuparse por las leyes y los ritos externos sino a preocuparse por lo que sale del corazón.
Es en el interior del hombre donde se definen los sentimientos, los deseos, los pensamientos, las opciones, los valores, las acciones del hombre. Es ahí donde nacen nuestras impurezas, discordias y violencias que destruyen las relaciones, los intentos de humillar a los hermanos, los rencores que nos impiden perdonar y aceptar a los otros, las opciones que nos hacen escoger caminos errados y que nos esclavizan a nosotros y a aquellos que caminan a nuestro lado.
La verdadera religión pasa por un proceso de continua conversión, en el sentido de parecernos cada vez más a Jesús y de acoger la propuesta de Hombre Nuevo que él nos ha venido a realizar.
Es necesario que nos mantengamos libres y críticos en relación con las “leyes” que se nos proponen, sean leyes civiles o religiosas. Son medios y deben ser consideradas como ayudas para ser más humanos, más fraternos, más justos, más comprometidos, más coherentes, más “familia de Dios”; y dejan de servir si generan esclavitud, dependencia, injusticia, opresión, marginalidad, división, muerte.
El proceso de discernimiento de las “leyes” buenas o malas no puede, con todo, ser un proceso solitario, sino que debe ser un proceso que hacemos, con el Espíritu Santo, en el compartir comunitario, en el encuentro fraterno con los hermanos, en una búsqueda coherente e interesada del mejor camino para llegar a la vida plena y verdadera.

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