Por Ángel Gómez Escorial
1. - Muchos de los que seguían a Jesús consideraron muy radicales las palabras de comer y beber su cuerpo y su sangre. Y, además, que los dos eran verdadera comida y bebida, tal como leíamos en el Evangelio del pasado domingo. Él mantiene esa posición y se produce la deserción de un buen número de discípulos. Y esa marcha debió ser tan numerosa que el Señor se vuelve a sus Doce y les pregunta lo mismo. La respuesta de Pedro: "Señor, ¿a quien vamos a acudir?"
2.- Y así es: algunas veces nos ocurre a muchos de nosotros, a los seguidores de este tiempo. Surge un "Señor, a quien vamos a acudir" dicho con la mayor humildad. Lo mejor ante el desconcierto es preguntar al Señor cual es el camino y sin duda nos ayudará en la línea a que se refiere el Salmo 33 que hemos terminado de leer este domingo. Este salmo habla de nuestras angustias y de nuestros gritos al Señor y como nos escucha. Hay mucha angustia en la vida de nuestros días. La relación cotidiana – el trabajo, la convivencia social o familiar, la violencia, el odio generalizado-- con nuestros hermanos y el mundo produce esa angustia que puede ser amplificada por nuestra propia equivocación interior, por sospechar que los males que nos aquejan son peores de lo que en realidad son. Para esos tiempos de angustia y de miedo es ideal la lectura reposada y repetida del Salmo 33.
3. - Jesús como hombre debió sentir una cierta angustia por el abandono de sus discípulos. Ya lo hemos repetido algunas veces, pero merece la pena citar de nuevo la tesis que mantiene Romano Guardini y su obra "El Señor". Decía Guardini que la posibilidad de que la Redención se completara pacíficamente y en los tiempos de Cristo en la tierra fue malográndose a lo largo del periodo de la predicación pública del Señor. Y que, sin duda, esa redención se hubiera completado si el pueblo elegido hubiera reconocido la Misión y la Divinidad del Enviado. No fue así. Y entonces hubo que comenzar el largo periodo de Redención en la que nosotros participamos. Y que ella no estará exenta de graves dificultades, como lo estuvo, en definitiva, el tiempo de Jesús. Ahí en ese pasaje del Evangelio de San Juan se adivina pues el cambio, la ruptura. No sólo estaban en contra los estamentos oficiales y jerárquicos de la religión del pueblo elegido, sino también muchos de los que en un principio había seguido a Jesús.
4. - La atomizada división de los cristianos --iglesias, confesiones, etc.-- produce un efecto terrible, parece como si, junto a nosotros, no hubiera una fuerza superior que nos mantuviera unidos. La discrepancia permanente de los católicos trae mucho males y, también, es un fermento de desunión. Betania se ha planteado desde el principio no alimentar, ni de lejos, dichas discrepancias y, por supuesto, no entrar en los frentes de discusión que las producen. Otra cosa, no obstante, es el derecho a opinar y las posiciones diferentes respecto a un mismo asunto. De la discusión sale la luz y muchas veces cuando cualquiera de nosotros, a solas, medita durante mucho tiempo la solución a una duda, sin encontrar solución; resulta que, un día, en una charla con otra persona encuentra dicha solución sin ningún esfuerzo. Significa entonces que los foros de opinión, la discusión llena de caridad, la posición de criterios con la soberbia bien alejada de nosotros son fundamentales y de una utilidad manifiesta. La gran "revolución" católica de estos tiempos fue el Concilio Vaticano II y sus contenidos se elaboraron mediante la discusión y el encuentro de opiniones de varios cientos de padres conciliares en sesiones que duraron varios años.
5. - No se puede prescindir tampoco del apoyo trascendente al camino interpretativo de los católicos y de la Iglesia. Ahí aparece la asistencia del Espíritu Santo. Para dar paso a su presencia es necesario cerrar los corazones a la soberbia, a la excesiva valoración de nuestras opiniones y a los continuos y sutiles engaños del Maligno. Hay una dimensión del terreno espiritual que no podemos olvidar por muy sabios, honestos o trabajadores que seamos. Lo más negativo es dar la imagen de cristianos que no aman. Pero, por otro lado, la realidad marca que al no sentir la cercanía de Dios en la existencia de todos nosotros, se entran en luchas tan duras y amargas que solo es posible pensar que están inspiradas por alguien que no desea que el Reino de Dios continúe. Es posible que llegado a este punto, algunos expresen su desacuerdo con suave ironía. Sin embargo, es difícil dejar de atribuir la división profunda, el odio entre hermanos, la ruptura y la violencia mutua a la implantación del Mal dentro de nuestros corazones.
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