La
cuaresma, como camino que conduce hacia la Pascua, pretende con medios tan
esenciales como sencillos (oración, austeridad o caridad) revestirnos de un
espíritu que nos lleve a celebrar intensamente y en verdad la Semana Santa. Sin
complejos y sin añadidos.
No es la fe la que, a lo largo de la
historia, ha disfrazado con elementos secundarios nuestra vivencia de Dios. Es el hombre, somos
nosotros –unas veces con acierto y otras con no tanto- los que hemos rodeado
nuestra confianza en Dios con aspectos que, tal vez, necesitan alguna revisión
y que a menudo generan críticas: lo comercial no es bueno en las cosas de Dios.
1.Que
Dios no necesita ningún espacio sagrado es verdad. Cuántos templos llenos y, en
contraposición, cuántos corazones no tocados por la gracia. Embelesados por la
belleza, por las formas pero no despuntando hacia la conversión. El templo,
desde el Bautismo, somos cada uno de nosotros. Y, ese templo, es el que hemos
de cuidar con la limpieza de una buena confesión, con la pintura de una buena
obra de caridad y con el mantenimiento personal a través de la oración, la
eucaristía o la contemplación.
Con nuestras personas, con nuestros templos de carne
y hueso, puede ocurrir lo mismo que aconteció en el suceso evangélico que se
nos narra en este día: ¿Cómo nos encuentra Jesús? ¿De qué nos ve rodeados? ¿De
dinero? ¿De intercambios muy interesados? ¿Con un te doy para que me des? ¿De
negocios grandes o pequeños?
La
respuesta, como siempre, nos la da la fe: apostar por Jesús significa colocarle en el centro y, fuera de
Él, no permitir que nada distorsione nuestra fidelidad cristiana.
2.Acostumbrados a una fe,
excesivamente light, hemos de reconocer que no nos cuesta esfuerzo alguno combinar
las cosas de Dios con las ofertas del mundo. Rebajar la exigencia de nuestra
vida cristiana es fácil pero, también es verdad, que ello nos embarca en una
mediocridad peligrosa: ¿Qué es de Dios y qué es el del mundo?
Los
mandamientos, que siguen siendo diez, dan sentido a nuestro camino cristiano.
El amor al prójimo, que es consecuencia lógica de nuestra unión con Dios, es
imperativo en el día a día. La oración personal (y no sólo comunitaria) es
síntoma de una fe saludable que, además, la fortalece cuando –esa oración-
(como decía Teresa de Jesús) nos lleva a caer en la cuenta de que es estar con
Aquel que decimos amar.
Depurar
nuestra praxis cristiana es muy difícil en estos tiempos que nos toca vivir.
Entre otras cosas porque la Iglesia, cada vez que nos recuerda aquello que
estorba en los atrios de nuestro pensamiento, de nuestro corazón, de nuestro
hablar o de nuestro comportamiento, es respondida con críticas sobre su intrusismo
o su poder mediático. ¿Es así? ¡No! Simplemente nos recuerda lo qué es una vida
cristiana diferenciándola de la pagana.
En
este tercer domingo de la cuaresma
seamos conscientes de un gran peligro que nos acecha: no somos ya nosotros los
mercaderes en nuestro propio templo. Es ya, la sociedad que nos rodea, la que
intenta invadir y torpedear los atrios de cada persona, de cada familia y de la
moral colectiva con sus propias pretensiones resumidas en una frase: ¡Todo
vale! Y, eso, no es bueno.
Quien
tenga oídos…que oiga.
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