De la primera lectura (Gen. 22, 1-2, 10-13, 15-18) se desprenden dos lecciones muy importantes: la extraordinaria fe de Abrahán, que mereció el elogio divino y la negativa por parte de Dios de aceptar un sacrificio humano.
Aunque este segundo punto pueda parecer absolutamente superfluo, no lo era en aquellos tiempos en los que los sacrificios humanos de adultos, niños y doncellas estaban vigentes, tal y como enseña la Historia.
Eran frecuentes en China, sobre todo durante el reinado de la dinastía Shang, los Celtas, los Cartagineses, en seis siglos se calcula que ofrecieron a los dioses unos 20.000 niños. También en las civilizaciones precolombinas. Los aztecas sacrificaban niños al dios Sol para que no se apagase y los incas, criaban niños sanos y robustos para tener algo completamente puro que ofrecer a los dioses.
Que Dios le dijera a Abrahán que no quería un sacrificio humano era muy necesario en aquellos tiempos, en orden a eliminarlos definitivamente de una verdadera religiosidad.
La segunda lección de este primer texto hace referencia a la naturaleza y premio de la fe.
En este caso, como en la mayoría de ellos, la fe se nos manifiesta como “extraña” a lo que podríamos llamar la lógica humana. No tiene más que un hijo, no puede tener más y lo va a sacrificar y, es así, como será padre de muchos. A los ojos de la cara no parece esto muy claro, más bien contradictorio. Pero es que la fe no “mira” con los ojos de la cara sino con los ojos de la creencia razonada y justificada en Dios. La naturaleza de la fe es precisamente eso “fiarse”. Esa confianza es la que Dios premia.
La segunda lectura, tomada de San Pablo (Rom. 8, 31b-34) nos muestra claramente que a él, lo mismo que a todo ser humano, le resulta muy difícil liberarse del todo, del ambiente en el que se desenvuelve.
San Pablo nos “explica” la Redención influido por las categorías del pueblo romano y, en general del mundo entero en aquellos tiempos. Dos ideas presidían la “justicia”: el que la hace la paga bien pagada, y el castigo no tiene misión recuperadora del delincuente sino solo la venganza, pagar por el delito cometido.
Ya fue un gran avance, hablar de la pena del Talión que trataba de evitar sobrepasarse en el castigo. Bastaba la igualdad: ojo por ojo y diente por diente.
En este contexto no es difícil para San Pablo, ciudadano romano, caer en la tentación de que la empresa de Jesús revistiera el carácter de pago cruento de un tremendo delito cometido por los hombres: la desobediencia a Dios.
Dios, por fortuna, no es un juez romano. Dios va por otros caminos muy diferentes. Nos amó y nos envió a Jesús para manifestarnos toda su misericordia y amor hacia nosotros.
San Juan está mucho más acertado cuando dice que Jesús se entregó por nosotros porque nos amó hasta el fin. (Jn. 13,1)
En esta interpretación, más amorosa que jurídica, hemos de entender las palabras del Apóstol: Dios nos amó tanto que, por salvarnos, no perdonó a su propio hijo.
Sin duda alguna se trata de una exageración literaria para intentar hacernos comprender cuánto es el amor que Dios nos tiene.
Ninguno de los que estamos aquí, pienso yo, se fiaría de alguien que no perdonara a su hijo y dijera que nos iba a perdonar a nosotros. Si no perdona a su hijo mucho menos, lógicamente, estará dispuesto a perdonar a los demás.
Sin embargo la expresión paulina es válida como un esfuerzo por “levantarnos” a una cierta comprensión de lo que es el amor de Dios hacia nosotros.
Los humanos empleamos bastante frecuentemente expresiones que, aunque suenan contradictorias, tienen un contenido perfectamente lógico. Eso lo sabéis muy bien las madres, y pienso que también los padres. ¿Quién de vosotros madre o padre, o abuelos, no habéis dicho en alguna ocasión a vuestro bebe ¡te comería! precisamente para demostrarle el extraordinario amor que le tenéis? Sin embargo, no es lógico comerse a uno vivo para demostrarle el amor. Pero todo el mundo lo entendemos perfectamente. Pues, algo así debió querer decirnos San Pablo.
Que Dios nos ama sin límites, como a hijos suyos.
Un dato que avala la negativa para interpretar de una manera “sacrificial-cruenta” la obra de Jesús es lo que hemos concluido acerca del texto de Abrahán: la negativa por parte de Dios de que Abrahán le sacrificara una persona.
Si Dios repudia los sacrificios humanos resulta raro pensar que hubiera organizado todo el plan de nuestra salvación a base de sacrificar a Jesús.
Jesús no es un cordero que elija el Padre para ser sacrificado cruelmente como elemento reconciliador entre Él, Padre-ofendido y nosotros, hijos –ofensores. No. De ninguna manera. Jesús es la expresión del amor del Padre hacia nosotros sus hijos desorientados, vagando por la tierra, como ovejas sin pastor.
Jesús vino a enseñarnos el camino del bien, aceptando los riesgos que eso comporta. En esos riesgos sabidos y aceptados es donde su gesta, por heroica, se convirtió en tragedia, en drama, en el Drama de Jesús.
Su empeño por defender la verdad, criticar la soberbia, condenar la violencia, denunciar la hipocresía, rechazar el odio, propagar la misericordia y el perdón, así como la necesidad de amar a los demás, es lo que le llevó al patíbulo, como lo volvería a llevar hoy, si estuviera entre nosotros, y se empeñara en eliminar esos mismos vicios de nuestra sociedad. No nos quepa la menor duda.
Todo su estilo y programa de vida dinamitaba el mundo pagano y el mundo pagano se lo hizo pagar con la vida. Ese fue el verdadero “Drama de Jesús”, y sigue siéndolo.Volveremos en otro momento, Dios mediante, sobre esta idea.
Dentro de ese empeño por salvarnos, por animarnos a tomar en serio la vida, hemos de entender la transfiguración del Señor en el monte Tabor, (3ª lectura, Mc. 9, 2-10)
Es un episodio importante de recordar en este momento de la Cuaresma. Tiene, como misión especial, darnos aliento y ánimo en la idea de que los padecimientos que suframos por ser fieles a Jesús están abiertos al definitivo encuentro con Dios, con el Padre Eterno. Tras los esfuerzos en esta tierra, la glorificación en la otra.
La exhortación “Escuchadlo” que se oye allí es el refrendo de Dios a la obra salvadora de Jesús, al mismo tiempo que resulta ser la garantía absoluta de nuestra esperanza.
Contemplemos el Tabor como “unos alientos espirituales”en la dura carrera de la vida por alcanzar la meta definitiva. La esperanza que ese acontecimiento despierta en nosotros es una especie de palmada que Dios nos da para decirnos: “sigue adelante”
Resumiendo: las alegrías del triunfo anunciado en el Tabor nos animan a tener en Jesús la misma fe que Abraham tuvo en Jahvé. Que así sea.
Pedro Sáez
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