29 octubre 2017

Domingo XXX de Tiempo Ordinario

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El domingo 27 del tiempo ordinario vimos la necesidad de admitir la existencia de unos valores fijos, absolutos, que orientaran nuestros comportamientos evitando el relativismo moral que nos hacía caer en la desorientación existencial. Recordábamos a Ortega: lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa.
Hoy, domingo 30, los textos Bíblicos de la Eucaristía nos ayudan en la misión de descubrir y señalar el verdadero catálogo de valores.
El domingo 28 del tiempo ordinario, hoy hace 15 días, recurríamos al sentido de la vida como criterio para discernir qué valores lo eran de verdad, aquellos que la favorecían y cuáles no, aquellos que la denigraban. Se trataría de la formulación de unos valores, fruto del ejercicio del sentido común, de la inteligencia natural.

Hay códigos de comportamiento antiguos, de la época pagana, por consiguiente al margen de la Revelación, que contenían grandes afirmaciones sobre la naturaleza de los valores capaces de desarrollar a la persona, así como de los contravalores que la denigran. Un ejemplo clásico es el código de Hammurabi, rey de Babilonia el siglo XVIII antes de Cristo.
Desde un punto de vista laico, si es que hoy en día puede hablarse de un laicismo puro en Europa, tras la seria influencia del cristianismo a lo largo no solo de su historia sino incluso de sus fundamentos ideológicos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de diciembre de 1948 es un magnífico ejemplo de ello. En su artículo primero dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”
Si se analiza el contenido de los otros 29 artículos hay que reconocer que no son más que casos concretos en los que mostrarse fraternalmente con los demás miembros de la familia humana.
Insiste también la misma declaración en la importancia de que la humanidad se rija por esa suprema norma de la fraternidad para no caer en la destrucción de la familia humana.
La misma Declaración en el segundo considerando del preámbulo recuerda la tragedia de hacer lo que a uno le viene en gana.
“Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad… La Asamblea General proclama la presente Declaración de los Derechos Humanos.

NADIE, ABSOLUTAMENTE NADIE, ESTÁ LEGITIMADO PARA HACER LO QUE LE DE LA GANA.

De la mano de esta idea surge una primera reflexión para todos nosotros: comprometernos a hacer reflexionar seriamente a todos aquellos que de una manera irresponsable repiten entusiasmados que: “cada uno es libre de hacer lo que quiera”. Suelen responder que “sin hacer daño a los demás”. Tonta aclaración porque si es, sin hacer daño a los demás, está claro que cada uno no puede hacer lo que le dé la gana sino solo aquello que no perjudique a los otros.

Estamos en una época de verdadera borrachera de la libertad que nos hace decir incongruencias, tópicos de trágicas consecuencias educativas.
La declaración defiende que solamente el trato fraternal practicado en sus manifestaciones concretas puede regir a la sociedad en su camino hacia el progreso definitivo.
Magnífica conclusión fruto de un momento de lucidez de la humanidad pero que solo goza de la certeza que le da la luz de la razón humana.
La revelación, una vez más, acude en nuestra ayuda ofreciéndonos la palabra de Dios como garantía de que ese supremo valor de la fraternidad universal coincide exactamente con el proyecto creador de Dios; con las orientaciones programadas por ÉL para dirigir nuestra existencia, para ser el código de circulación existencial, la carta magna de nuestros peregrinar por la tierra con dignidad, camino del definitivo encuentro con ÉL.
En la primera lectura tomada del Éxodo escuchábamos unos preceptos en los que se concretan las relaciones entre los hombres. También hay una alusión a las relaciones de estos con Dios.
Ambos aparecen ya en el Antiguo Testamento. En el Deuteronomio (6,5) se dice: “amarás a Dios sobre todas las cosas” y en el Levítico (19,18) “amarás al prójimo como a ti mismo”En el Evangelio hemos escuchado a Jesús lo siguiente: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente es el principal y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se resume toda la ley y los profetas”
Es importante subrayar que esta es una contestación que Jesús da a una pregunta hecha por un doctor de la Ley. En consecuencia la respuesta de Jesús corresponde a una SOLEMNE declaración de lo que Él considera la síntesis de la Ley y los Profetas. Dijo claramente: “a esto, a amar a Dios y al Prójimo, se reduce últimamente TODO”.
Que estos valores vengan de Dios es, para los creyentes, la suprema garantía de su valor.
Es evidente que ambos compromisos, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, no están exentos de dificultades que han de ser salvadas mediante el esfuerzo personal y un serio y profundo recurso a la fe, a las enseñanzas ofrecidas por Jesús, precisamente para fortalecer nuestra debilidad.
Aun con todo, Jesús, Dios, consciente de nuestra debilidad instituyó el sacramento de la reconciliación. Sacramento que expuso amplísimamente en la parábola del hijo pródigo y cuyo ejercicio nos lo enseñó Él mismo en el trato con los pecadores que se le acercaron incluidos sus propios Apóstoles que, le abandonaron, le negaron y uno hasta lo vendió.
Esta idea del perdón, de la reconciliación, de la conversión, fue perfectamente entendida por los Apóstoles y Evangelistas que nos la ofrecen en múltiples ocasiones.
Una de ellas ha sido recogida en la segunda de las lecturas del día de hoy. Pablo alaba a aquellas gentes de Tesalónica que, como él mismo, se han arrepentido de sus pecados y se han convertido al servicio de Dios hasta resultar ser un modelo para los demás.
Que la Eucaristía, alimento espiritual por excelencia de nuestra espiritualidad, nos dé las fuerzas necesarias para vivir intensamente los valores propuestos por Dios como camino seguro para nuestro definitivo encuentro con Él. AMÉN
Pedro Sáez

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