1.- CAJA DE RESONANCIA.- El Apóstol se remite a los acontecimientos que ellos han presenciado, a las obras que este gran evangelizador ha realizado en la ciudad de Tesalónica. No les recuerda sus palabras, aquellos inspirados sermones que él predicaba, no les dice que tengan presente su profunda doctrina. Él recurre a sus obras, a su conducta ejemplar como principal testimonio, como argumento decisivo.
San Pablo hizo lo mismo que el Señor: empezó por actuar y pasó luego a predicar. Y eso es lo que hemos de hacer los que somos cristianos, y más los que tenemos la misión sacrosanta de proclamar el mensaje evangélico. Primero vivir como cristianos, como sacerdotes de Jesucristo, y luego hablar a los demás de esa fe que nos mueve y que nos sostiene. Y ante nuestra propia limitación, recurramos una vez más al Señor para pedirle que nos ayude a ser consecuentes con nuestra condición de hijos de Dios, de testigos convincentes de Jesucristo. Tesalónica fue una caja de resonancia en donde encontró eco el mensaje salvador de Cristo. Y desde allí se extendió la onda sonora hasta llegar no sólo a Macedonia, sino hasta toda la Acaya y mucho más lejos aún. Era tal la vida de aquellos primeros cristianos, tal su fe y, sobre todo, tal su amor y su conducta, que su buena fama corría de boca en boca.
Caja de resonancia, altavoz de alta fidelidad y potencia que lanza a los aires las notas alegres del amor cristiano, de la comprensión y la paz, de la lucha por el bien… Dios cuenta con nuestra cooperación sincera y generosa para difundir ese nuevo estilo de vida. Ante todo, repito, con nuestra vida honesta y entregada, sin regateo ni cuquería, con el cumplimiento amoroso y esmerado del pequeño deber de cada instante. Sólo así este mundo, contaminado y sucio de tanto ruido estridente, se llenará con el sonido limpio y gozoso de la Palabra de Dios.
2.- ESCUCHA, ISRAEL.- Llevados de un afán de cumplir meticulosamente la Ley, sus estudiosos e intérpretes habían multiplicado los preceptos y normas. Con razón diría San Pedro que no podían imponer a los gentiles un yugo, que tampoco ellos, los judíos, conseguían sobrellevar. Y dentro de esa multiplicidad de mandatos, se discutía también sobre cuál era el principal. Por eso acuden al Rabí de Nazaret, para ver cuál es su sentencia. Pero el Señor zanja la cuestión recurriendo a ese pasaje del Deuteronomio, que los israelitas se sabían, y se saben, de memoria, la oración llamada “Shemá”, por ser así como comienza en hebreo: Escucha.
Es una llamada de atención que los judíos procuran tener siempre presente, incluso de una manera física, enrollada en un pedazo de papel o de pergamino y metida en una cajita, la “mezuzah”, que se atornilla en sitio visible o se sujeta con cintas en la frente, delante de los ojos. Y como ése, usan otros curiosos recursos para no olvidarse de que Yahvé es nuestro Dios, y que es uno solo, y que a él hay que amarle con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente.
Pero Jesús, aunque no había sido preguntado sobre ello, añade que el segundo mandamiento es semejante al primero: Amarás al prójimo como a ti mismo. Es un modo de aclarar y recordar que no se puede amar a Dios, si no se ama también al prójimo. Decir lo contrario es una mentira. Así lo especifica San Juan cuando afirma que quien dice amar a Dios y no ama a su hermano es un embustero. Es evidente, la dimensión vertical y trascendente es esencial en el mensaje evangélico, hasta el punto de que si se prescinde del amor a Dios, todo lo demás no sirve para nada. Pero al mismo tiempo hay que atender a la vertiente horizontal, pues la proyección hacia el hombre, complementa ese mensaje proclamado por Jesucristo. Es como si ese símbolo de la cruz, nos recordara no sólo la muerte de Cristo, sino también el modo como ha de vivir el cristiano. Levantando hacia arriba el corazón y la mente, teniendo los brazos abiertos para quienes le rodean. Sólo así la cruz está completa, con los dos trazos, el vertical y el horizontal, bien marcados.
Antonio García-Moreno
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