El problema, que se plantea en este evangelio, es el problema del perdón de los pecados. El texto empieza presentando la situación del que peca: “Si tu hermano peca…”. Si ocurre que otro te ofende, ¿qué solución tiene eso? Jesús no hace mención de ningún ritual, ni del recurso a un personaje sagrado, con poderes para perdonar en nombre de Dios. Jesús es muy claro: si uno ofende o hace daño a otro, no hay más que una solución: que se reconcilien entre ellos, es decir, que se perdonen mutuamente.
El dato capital es que el perdón mutuo, entre humanos, es también perdón de Dios. Por eso dice el texto: “lo que atéis en la tierra, queda atado en el cielo…”. Es más, Jesús añade que “si dos de vosotros se ponen de acuerdo… Porque donde dos o tres están reunidos…, allí estoy yo en medio de ellos”. Lo que une a las personas, une con Dios. O en otras palabras, “donde dos personas se unen, Dios se une con ellos”.
La intervención de la autoridad eclesiástica (primero, el obispo y, a partir del s. VIII, los presbíteros) se introdujo relativamente pronto, ya en el s. III. Pero consta históricamente que siempre se admitió el perdón concedido por la bendición de un laico, una costumbre que pervivió, con seguridad, hasta el s. XVI. San Ignacio de Loyola, en su Autobiografía, cuenta que, en una situación de apuro, se confesó con un soldado. En todo caso, la confesión auricular detallada de los pecados a un sacerdote no está documentada dogmáticamente. Fue una decisión disciplinar del concilio de Trento, basada en un hecho históricamente falso (que siempre existió ese tipo de confesión) y en un argumento también falso (que el sacerdote actúa como juez, un cargo que jamás Jesús concedió a sus apóstoles).
José María Castillo
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