04 agosto 2017

La transfiguración del Señor

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1.- Lo he dicho y repetido muchas veces, antiguamente no le veía ningún valor útil para mí a este episodio de la vida del Señor. Recuerdo que al poco de llegar a Jerusalén, la primera vez que fui, observé que por la calle pasaba una procesión de cristianos orientales en honor de este misterio. Para remachar el clavo, la fortaleza-basílica de Santa Catalina, en el Sinaí, también le estaba dedicada.
2.- Más tarde, no sé en qué momento, descubrí su gran valor. Vi al Señor que subía a la montaña acompañado exclusivamente por los predilectos entre sus apóstoles. Observé que se manifestaba su divinidad, que, pese a la gloria que se manifestaba y le correspondía, no ocultaba a los suyos la muerte que le esperaba.

3.- He estado muchas veces en el Tabor. Tengo, y he regalado, arbolitos propios del lugar. Se trata de la encina, alerta, no roble, como alguna guía pone. Ya que de esta montaña es propia, aunque crezcan en otros lugares de Israel, se le ha dado el nombre de quaercus itaburensis. En la actualidad al Cristo trasfigurado en esta montaña santa le admiro más. Me satisface que su realidad sea tan sublime y perfecta.
4.- Añado otra característica. La manifestación de su cuerpo glorificado, la compañía de Elías y Moisés, también en situación semejante, son muestras de lo que espero y deseo lo sea el mío. Al cuerpo físico le corresponderá un cuerpo espiritual, dice San Pablo. La belleza natural no se pierde. El encanto de un petirrojo, la gracia de una tórtola, el colorido de una genciana, la pureza de un edelweiss, el misterio de una orquídea, toda la belleza que se resume en la de una artista de ballet, en su figura, en su armonía de movimientos, en su dominio de las fuerzas que atenazan, sea la gravedad o la rigidez. Las intuiciones de los genios. La creatividad de los artistas, no se pierden. Se transfiguran y enriquecen a cada santo. Y yo soy de los que aspiro a serlo. La transfiguración es Esperanza.
Pedro josé Ynaraja

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