Con el Evangelio de este domingo terminamos nuestro repaso al llamado “discurso del Pan de Vida”. La pregunta de Jesús, después de desmenuzarnos el misterio de su propio ser, —el “meollo” de su mensaje, el núcleo de su revelación al mundo—, es clara: ¿nos quedamos o nos vamos? Esto es, lo rechazamos como muchos en el evangelio de hoy o lo aceptamos como razón de nuestra vida como hicieron los doce, de los cuales Simón Pedro se alza como portavoz para afirmar con rotundidad: “Señor, ¿a quien vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos”.
Es que Jesús no deja indiferente a nadie. Cuando tuvo que hablar, cuando nos habla, lo hace alto y claro. Sin rodeos ni miramientos. Aún a riesgo de perder, por exigir demasiado, a gran parte de los suyos. Pero es que, Jesús, quería eso, quiere eso de sus seguidores: autenticidad y sinceridad.
La predicación de Jesús, lejos de ser una imposición, era y sigue siendo una propuesta. A nadie se nos obliga a llevar la cruz en el pecho y, mucho menos, a decir que somos cristianos si —por lo que sea— no lo tenemos claro.
Hoy, con más severidad que nunca, estamos viviendo una deserción de la práctica de fe. El titular de un periódico de gran tirada nacional pregonaba hace unos días a los cuatro vientos “Llegó la hora del laicismo”; y apostillaba “¿por fin la culminación de la transición religiosa?”. Y es que parece que lo que se lleva, lo que está de moda o bien visto es decir “yo no soy practicante”, “a mi la Iglesia no me va”, “paso de los rollos de curas”. Sí, hermanos, en el fondo lo que subyace es un tema aún más grave: nadie queremos complicaciones. Los compromisos, de por vida, nos asustan; como en el evangelio de este domingo: encrespó el modo de expresarse y las directrices que marcaba Jesús de Nazaret. Queremos una vida fácil, de “color de rosa” y cuando las cosas van mal, cuando surgen las dificultades en lugar de buscar soluciones, buscamos escapatorias.
Sí, hermanos, “llegó la hora del laicismo”, de quitar los crucifijos en la escuela”, de silenciar todo aquello que suene a religión, a Dios. Y lo malo es que los cristianos, los que venimos a misa, los que sin duda en alguna ocasión nos hemos colgado la etiqueta de “buenas familias” callamos y consentimos.
Sí, “el mundo está así” porque ni tú ni yo empezamos a cambiarlo. Porque a la pregunta de Jesús si nos quedamos o nos vamos, respondemos titubeantes “nos quedamos” aunque disimuladamente, sin armar mucho ruido para que no se note, nos vamos yendo porque lo que afirmamos no es lo que vivimos, porque lo que se nos pide nos complica mucho la vida.
El Señor, porque sabe y conoce muy bien nuestra debilidad, siempre tiene sus puertas abiertas: unas veces para entrar y gozar con su presencia y, otras, igual de abiertas para marcharnos cuando —por lo que sea— nos resulta imposible cumplir con sus mandatos. Ahora bien; permanecer con El, nos lo garantiza el Espíritu, es tener la firme convicción de que nunca nos dejará solos. De que compartirá nuestros pesares y sufrimientos, ideales y sueños, fracasos y triunfos. Porque, fiarse del Señor, es comprender que no existen los grandes inconvenientes sino el combate, el buen combate desde la fe. Y, Jesús, nos adiestra y nos anima en esa lucha contra el mal y a favor del bien.
¿Cuándo, en que momentos, hemos dejado al Señor sólo? ¿Sabemos estar en su presencia sin más compañía que el silencio? ¿Nos planteamos, con frecuencia, lo que significa y conlleva el ser cristianos? ¿Nos duele, nos hiere, pone en algún momento “el dedo en la llaga”, la proclamación de la Palabra de Dios?
Interrogantes que pretenden estimular nuestra fe dormida. Si creemos y servimos al Señor, que lo hagamos con valentía, con transparencia y sabedores de que, seguirle, aunque no sea un camino de rosas, merece la pena.
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