En este 4º Domingo de Cuaresma, caminando hacia la Pascua, vemos que nos faltan muchas cosas necesarias. El domingo pasado veíamos cómo Jesús nos daba agua, colmaba nuestra sed. Hoy necesitamos la luz. Él es la luz que nos ilumina y Él nos ofrece y se nos ofrece como luz. Lo vamos a ver en el texto maravilloso de este milagro tan explicativo y tan narrativo que nos ofrece el Evangelio de san Juan, capítulo 9, versículo 1 al 41:
Y al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?”. Jesús contestó: “Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”.
Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa ‘Enviado’)”. Él fue, se lavó y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: “¿No es ése el que se sentaba a pedir?”. Unos decían: “El mismo”. Otros decían: “No es él, pero se le parece”. Él respondía: “Soy yo”. Y le preguntaban: “¿Y cómo se te han abierto los ojos?”. Él contestó: “Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver”.Le preguntaron: “¿Dónde está él?”. Contestó: “No lo sé”.
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos.También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo”. Algunos de los fariseos comentaban: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?”. Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?”. Él contestó: “Que es un profeta”.
Pero los judíos no se creyeron que aquel había sido ciego y que había comenzado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: “¿Es éste vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?”. Sus padres contestaron: “Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos; y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse”. Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos: porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: “Ya es mayor, preguntádselo a él”.
Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: “Da gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”. Contestó él: “Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo”. Le preguntan de nuevo: “¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?”. Les contestó: “Os lo he dicho ya y no me habéis hecho caso, ¿para qué queréis oírlo otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?”. Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: “Discípulo de ése lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése no sabemos de dónde viene”. Replicó él: “Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”. Le replicaron: “Has nacido completamente empecatado, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?”. Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es”. Él dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él. Dijo Jesús: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos”.
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: “¿También nosotros estamos ciegos?”. Jesús les contestó: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís ‘vemos’, vuestro pecado permanece”.
Jn 9, 1-41
El evangelista san Juan nos narra hoy un milagro precioso. Ocurre en sábado: Jesús pasa ante un ciego de nacimiento que pide limosna en el Templo, le mira con compasión; los discípulos se extrañan y le preguntan: “Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?”. Estaban influenciados por esa creencia [de] que cualquier enfermedad era un castigo, era un pecado. Pero Jesús no habla. Hace polvo con su saliva, un poco de barro, se lo unta a los ojos de este ciego y le dice: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”.
Este hombre —habría que verlo con sus ojos llenos de barro— con fe va a la piscina, en esas aguas medicinales, en esa agua municipal, y ahí ve cómo se le abren los ojos y se cura. Pero ahora viene una situación todavía más difícil: una vez que este hombre es curado, entran en escena los fariseos —como jueces— y los testigos. Testigos de esto los vecinos, porque era ciego; sus padres, que no se quieren inmiscuir y tener represalias, y dicen: “Sabemos que éste era nuestro hijo y que era ciego, pero no sabemos ahora cómo se ha curado”. Y los fariseos acosan de preguntas a este pobre hombre y él repite una y otra vez: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo”. Y vuelven a preguntarle y a preguntarle, hasta que aparece Jesús, se hace el encontradizo con este hombre y le dice: “Pero ¿tú crees en el Hijo del hombre?”. Y él contesta: “¿Y quién es, Señor, para que yo crea?”. “El que estás viendo”. “Creo, Señor”, y se postró ante Él.
Un relato precioso de un momento clave de la conversión. Es todo el proceso de conversión. Esta Cuaresma nos viene muy bien preguntarnos por nuestras cegueras. No queremos ver tantas cosas… No queremos ver nuestra propia realidad, no queremos ver nuestros egoísmos, nuestro bienestar. Todo nos ruboriza, pero tiene que aparecer Cristo, que es la luz y que va en nuestra búsqueda para sacarnos de las tinieblas hacia la luz. Jesús es el protagonista principal de esta escena y de mi vida; es Él capaz de iluminar mi oscuridad, mis cegueras; es la respuesta a todos mis interrogantes. ¡Y cómo recobro la luz cuando me encuentro contigo, cómo empieza mi verdadero camino de conversión! ¿Cómo? Yo te pido hoy a través de este relato tan maravilloso que me fije en ti, porque eres mi luz y el que das luz a mi fe; que cuando vea, podré ver todo de otra manera y que veré todo fruto de tu bondad; que aunque esté ante tantas cosas, ante tantos miedos, que sepa que realmente eres Tú el que me has curado.
Querido amigo, te invito y me invito a un proceso de conversión como nos narra el texto de hoy. Este ciego quiere ver, no está a gusto con su ceguera. ¡Cuántas veces nos pasa lo mismo! Pedirle a Jesús, pedirte a ti, Jesús, deseo de la luz, deseo de ver. Un segundo paso que también te pido hoy: que yo me deje curar, iluminar; que me deje colocar mi propio barro por ti, para que en mi propio barro me des la luz. Que sepa encontrarme —tercer paso— contigo y que sepa adherirme a tu vida. Y que oiga: “Antes eras tinieblas, antes estabas en tinieblas, pero ahora estás en la luz”.
Te pido hoy, Jesús, que en este encuentro tan precioso, tan maravilloso, tan bueno, que sepa convertirme en la Cuaresma, que sepa ir a la luz. Dame ese deseo: que me deje iluminar, que no sea rebelde a tus caminos, que sepa recobrar la vista cuando Tú me toques y que vea mis cegueras para que no viendo, acuda a ti. Jesús, yo te pido hoy: compadécete de mi oscuridad. Tú pasas junto a mí y no te veo. Toca mis ojos con tu mano, llévame a lavarme a la fuente de tu Corazón, permíteme que te sepa contemplar, permíteme que sepa contemplar la vida con la luz de la fe y que abra estos ojos con gozo para sentirte y contemplarte, para que pueda dar testimonio de ti, para que tenga valentía ante todos, para que no tenga excusas y que pueda decir: ¡ahora veo!
¡Gloria a ti, Jesús, por siempre! ¡Gloria a ti! Que te confiese, que te alabe. Hoy, querido amigo, tú y yo nos preguntamos: ¿dónde están nuestras cegueras? ¿Cuáles son? Te invito a acudir a Jesús agarrados de la mano de María para que nos dé la luz, la fuerza, la alegría y la claridad de la fe.
Se lo vamos a pedir con toda intensidad a nuestra Madre, la Virgen, y a Jesús: que nos dejemos curar, que nos dejemos llevar de la luz y que siempre vayamos a ti para que recobremos la vida y la alegría de ver vida de otra manera.
¡Que así sea!
Francisca Sierra Gómez
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