05 febrero 2017

Ser sal y luz del mundo


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5º Domingo del Tiempo Ordinario
Querido amigo:
Estamos ya en el 5º Domingo del Tiempo Ordinario y, recordando lo que Jesús nos decía el domingo pasado, nos insinuaba y nos llevaba a un camino de felicidad siguiendo el camino de las bienaventuranzas. Pero hoy nos ofrece algo más, una misión que hacer: ser como la sal y como la luz del mundo. ¿Dónde? En nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestro ambiente. Vamos a escuchar cómo nos lo expresa Él en el texto de Mateo, capítulo 5, versículo 13 y 16:
Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los Cielos.

Mt 5,13-16
Cuando escuchamos esta página del Evangelio y cuando acabamos de oír todo el sermón de la montaña y vemos a Jesús que continúa con sus discípulos sentado, rodeado de mucha gente y proclamando el camino de la liberación, nos asombra el oír también que nos lanza a una misión. Y nos lo dice muy claramente: “Vosotros sois la sal de la tierra”, la sal que da sabor a los alimentos, los conserva. Y nos dice mucho más: “Pero si esta sal se desvirtúa y se vuelve insípida, ¿con qué la salarán? No vale para nada, no vale para nada”. Hoy, querido amigo, Jesús a ti y a mí nos dice que tenemos que ser sal y valer y dar fuerza y no ser tirados por falta de nuestra responsabilidad en la fe. Pero también nos dice otra expresión de su mensaje: “Vosotros sois luz del mundo”. La palabra de “la luz”, que inunda toda la Biblia desde el Génesis —“Tú eres, Señor mi lámpara”, “Tú eres la luz”—, nos la pone Jesús para decirnos: “Tenéis que brillar, tenéis que ser más lúcidos, tenéis que brillar a los demás”.
Y yo me pregunto y te pregunto: ¿cómo es que podemos ser luz y sal de los demás? ¿Qué podemos hacer para seguir en este camino de las bienaventuranzas y llevar a esta práctica? Pues en primer lugar agradeciendo al Señor estas dos imágenes, la luz y la sal. Y en segundo lugar pensando en lo que quiere decir cada una de estas palabras.
¿En qué consistirá el que yo sea sal? En que siembre paz, alegría, consuelo, esperanza… Éste es el condimento. ¿Dónde? En todos los acontecimientos. ¿Cómo? Dando todo lo que tengo de mí. Y que Jesús no tenga que decir de mí: “¡Ay de ti! Tu sal se vuelve sosa porque escondes tu fe, porque tienes miedo, porque te da vergüenza ser testimonio de mi amor y de mi esperanza, porque te buscas a ti solo, porque no vives con gozo el Evangelio”. Jesús nos insinúa hoy en este texto, querido amigo, a ser sal y a ser luz; y es una preciosidad.
Dice: “Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín”. Jesús aprovechaba lo que tenía en su mundo y en sus casas —las casas de esta gente tenían una sola habitación, que se alumbraba de noche con una lamparilla de aceite— y Él nos dice que alumbremos con nuestras buenas obras, viviendo las bienaventuranzas, dando[le] gloria a Él, siendo amor para los demás. Muchas veces qué poca transparencia tenemos, qué insípidos somos, qué poco impregnados del amor de Dios, qué poco somos antorcha y luz que ilumina. Nos recuerda a esas antorchas olímpicas que arden, sin consumirse, anunciando el bien a los demás. ¡Qué poco somos así! Hoy le pedimos perdón a Jesús, perdón por no ser lo que somos, por no vivir con gozo nuestra fe, porque nuestras obras distan mucho de su mensaje, porque a veces somos tinieblas más que luz y en vez de disipar dudas, ponemos más problemas.
Querido amigo, vamos a pensar mucho en estas dos afirmaciones que nos dice Jesús hoy y vamos a no olvidar lo que nos dice: que la sal no se vuelva sosa en nosotros y que la luz no se encienda para esconderla. Y le hacemos una oración de petición: enséñanos a ser sal, enséñanos a dar sabor a la existencia humana, enséñanos a dar vida a la vida de cada día, enséñanos a vivir con gozo nuestra fe y a practicar el mensaje de las bienaventuranzas. ¡Felices, felices los que siguen este camino de pobreza, de humildad, de bienestar, de paz!
Se lo pedimos hoy mucho a nuestra Madre, la Virgen. La Madre, que sabía condimentar, que sabía dar luz, que sabía dar ese ambiente de alegría, de fe y de esperanza y que sabía dar esa luz, que ilumine nuestras obras, que sepamos dar testimonio, que sepamos ser sal para los demás y que sepamos compartir la fe con todas las personas que nos rodean. ¿Dónde? En nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestro ambiente. Gracias, Jesús, por esta lección, por esta urgencia a trabajar en tu Reino y por enseñarnos a ser una fuente de paz, de alegría y de amor. Nos quedamos pensando, reflexionando estas afirmaciones de Jesús y le pedimos que Él sea nuestra fuerza.
Francisca Sierra Gómez

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