¿Será que Dios calla y se aleja de mi dolor? ¿O más bien permanece a mi lado en silencio sosteniendo mi vida? ¿Es que Dios no me habla o es que yo no lo oigo cuando me grita? No son preguntas teóricas. Brotan como un grito del corazón. Son las mismas preguntas que el hombre tiene siempre. Las mismas preguntas llenas de sed que me acompañan a mí mismo toda mi vida.
Seguramente la vida no consiste en ir cargado de respuestas por los caminos, certezas absolutas. Tal vez somos sólo peregrinos cargados de preguntas abiertas. De anhelos y deseos verdaderos. En medio del dolor y del sufrimiento de esta vida.
No creo que Dios quiera que yo sufra. Me cuesta creerlo. Pero es verdad que en su silencio parece permitir mi sufrimiento. No lo evita. Lo tolera. No me salva.
Y si pudiendo yo eludir el sufrimiento, lo hago. ¿Hago mal huyendo del sufrimiento? ¿Soy más santo cuando llevo heroicamente mi cruz que cuando la evito? ¿Tengo vocación de mártir? ¿A quién salva mi sufrimiento? No lo sé.
Del alma brota siempre un pensamiento como este: “Para vosotros ya no habrá más agonía. El Señor no nos va a dejar siempre solos. Él no hace eso. Habrá unas manos que laven nuestras heridas, que limpien nuestra sangre. El Señor no puede quedar siempre en silencio”[1].
Es lo que deseo en lo más profundo de mi alma. Que acabe todo el sufrimiento del mundo, todo el dolor, todas las guerras. Toda la angustia que siento, la pena que me sobrecoge, la desazón que me amarga. Es lo que le pido a Dios en mi oración cada mañana. Ser feliz, ser bienaventurado.
Sé que mi vida está en sus manos. Eso me mantiene firme en la fe. No puedo creer en un Dios que mira impasible en silencio mi sufrimiento a veces aparentemente tan estéril.
Dios no quiere que yo sufra, que el mundo sufra. Eso lo sé como una intuición verdadera. No quiere mi mal. Lo sé, estoy seguro de que me abraza en mi cruz sufriendo a mi lado. Sufre y llora conmigo. No se baja de mi cruz. No me abandona. Me sostiene aún sin yo verle. Está conmigo siempre para sostener mi cuerpo herido.
Es verdad que no me saca de la angustia que sufro, tal como yo le pido. Tal vez a eso lo llamo silencio. Pero sé que me conforta cuando sufro.
Porque sufrir es lo más ajeno al paraíso que ha pensado para mi vida. Lo más ajeno a mi corazón que sólo desea amar y ser amado. Vivir en paz. Dar la vida con alegría. Llevar una vida tranquila en un lugar tranquilo, sin guerras, sin dolores, sin pérdidas, sin divisiones. Sin ese pecado que me rompe por dentro.
Anhelo el paraíso. Como un grito inconsciente que llevo dentro.
Entiendo que en ocasiones el dolor del tipo que sea me puede hacer madurar. Eso lo he comprobado. La enfermedad, el dolor de la pérdida, me pueden hacer más maduro, más hombre, más niño. Puedo mirar mi vida con más paz. Más desde Dios y menos desde la tierra.
Y también sé que no puedo vivir evitando sufrir a toda costa. Eso es lo que a veces desea el hombre hoy. Una vida entre algodones puede hacer que sea un inmaduro, incapaz de tolerar el más mínimo sufrimiento en la vida. Una vida protegida no me hace capaz para el amor. Las crisis provocadas por el sufrimiento me pueden hacer crecer.
El otro día leía sobre nuestras crisis en la vida: “Ante la crisis no tenemos que protegernos con los mecanismos de defensa que tengamos a mano. No necesitamos tampoco huir porque podemos ser consolados dejando a Dios obrar en nosotros. Podemos aceptar que Dios revuelva nuestra casa y descomponga en nuestro interior el pretendido orden que teníamos”[2].
Sé que cuando he pasado por pruebas del dolor algo ha madurado en mí. Me he hecho más hondo. Me he liberado de caretas y protecciones. Cuando he perdido seguros, cuando he renunciado a muchas cosas para ensanchar el corazón, cuando he enterrado mis deseos en lo hondo de la tierra para que den frutos eternos.
Mis renuncias brillan en el cielo como estrellas. Tienen sentido. Mi dolor tiene sentido. Mi sufrimiento me hace más libre. O más fuerte. O más de Dios. O más puro, probado en el crisol de las pruebas y los cambios. Para ello tengo que aceptar mi vida con lo que tiene de dolor y de sufrimiento.
Decía Miriam Subirana: “Aceptar lo que ha ocurrido. Aceptar la pérdida, aceptar que le engañaron, aceptar su error, aceptar que le hirieron o aceptar que mataron a un ser querido”. Sólo cuando acepto mi vida como es logro crecer. Sólo cuando le doy mi sí libre y me entrego.
El padre José Kentenich sufrió mucho en su infancia y juventud. Sufrió su crisis personal: “Tuve que soportar permanentemente las luchas más tremendas. De satisfacción y felicidad interior ni la más ínfima huella. Mi director espiritual no me comprendía. Y por mi orientación intelectual tan racionalista, escéptica, insana, yo tenía muy poco sostén sobrenatural. Fueron sufrimientos interiores y exteriores tremendos, espirituales y corporales. Si mi camino no hubiese sido tan extraordinariamente anormal, no podría haber sido para con ustedes lo que en virtud de mi cargo debo ser y me esforcé por ser”[3].
En medio de esas luchas María lo salvó. Sacó su alma del crisol del sufrimiento. De forma extraordinaria, Ella sanó sus heridas. Lo levantó del polvo y lo utilizó como su instrumento. El Padre Kentenich supo acoger su cruz en el corazón. Él vivió con esperanza tanto dolor y creció.
Pero sé que el sufrimiento mal aceptado me aleja de Dios, me lleva a negar su amor y a huir de Él. Me turba. Puede amargar mi alma y llenarla de oscuridad. Me vuelvo duro e insensible si sufro sin descansar en Dios. Lo veo en muchas personas que no saben manejar sus crisis en medio del dolor.
No juzgo. No sé cómo yo mismo enfrentaría la tempestad en mi vida. En el naufragio de mis sueños. No lo sé. No sé si mi fidelidad se mantendría incólume en la turbación de la prueba, de la cruz, del sufrimiento. Sí sé que le pido a Dios cada mañana que me enseñe a no juzgar. Que me dé fuerzas para caminar con humildad desde mi pobreza.
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